Una lectura analítica de «Salomé» de Richard Strauss, tan estimulante para la mirada como para la mente, abrió las representaciones del III Festival del Mediterráneo en el Palau de les Arts de Valencia. Zubin Mehta en el foso, con la cada vez más fabulosa Orquesta de la casa, y Francisco Negrín en la escena, articulan la visión dicótoma del gran personaje de Oscar Wilde en la desenfrenada vitalidad de la música, el morbo psicoerótico de la pasión pedófila de Herodes y el trastorno afectivo de la protagonista. El tiempo de ésta no se limita a la noche en que transcurre la acción, cuando cuenta 16 años, sino que retrocede a la niñez y a los abusos del padrastro en lejanas escenas sugeridas por videogramas.

La dinámica circular de la escena es el núcleo del concepto. Todo en la vida es secuencial, alternativo e intercambiable: el verdugo y la víctima, la inocencia y la perversión, la fe y la codicia, la ternura y el odio, el amor y la muerte. Cada uno de estos fantasmas marca en escena su danza efímera y consuma el corolario escéptico del decadentismo europeo de las postrimerías del siglo XIX y comienzos del XX, en que el ansia de trascendencia se oscurece en la frustración del elemento sagrado de la naturaleza humana. Gira el escenario y, al final, el habitáculo moral de Jokanaan, Juan el Bautista, es ocupado por la joven pervertida.

La pulsión sexual que Negrín hace vibrar en los magníficos decorados de Louis Desiré es menos de forma que de contenido. No hay sexo explícito en las orgías del Tetrarca, ni erotismo directo en la danza de los siete velos, ni beso de Salomé en los labios de la cabeza decapitada del Bautista. La carga está en el juego de las tensiones de fondo, mucho más duro -e impactante- que el relato sin metáfora en que todo se ordena a la mirada.

De las muchas «Salomé» vistas en España en los últimos años me parece ésta la más avanzada y mejor trasplantada a las realidades y misterios del tiempo presente. Ya es costumbre que el Palau de les Arts valenciano y su intendente Helga Schmidt marquen con sus producciones las referencias conductoras en la evolución del espectáculo operístico. Lo hicieron con Wagner de manera categórica y empieza ahora su aproximación a Strauss con un logro pleno. Y, como siempre, la baza musical de Zubin Mehta con la espléndida orquesta creada por Maazel es el argumento central de la gran aventura. La megaorquesta de «Salomé», con instrumentos infrecuentes llegados de otros países, suena en esta obra de manera insuperable por la calidad del color, el empaste de una indesmayable energía en tiempos y ritmos, la calidad de los solistas y la excepcional vitalidad de la batuta.

La estrella finlandesa Camilla Nylund canta el rol protagonista con un metal lírico que sorprende en principio pero atrapa de inmediato por la garra, el dramatismo y el poder que traspasa el foso y se adueña del espacio. Su actuación queda coronada por la famosa escena final, tour de force en que las dificultades vocales están al servicio del dualismo turbador del personaje: la perpleja inocencia y la pasión depravada. Memorable trabajo que encuentra apoyos idóneos en el barítono Albert Dohmen, noble y categórico Jokanaan; el tenor Nikolai Schukoff, generoso de volumen e intensidad como Narraboth, y dos insignes veteranos pletóricos aún de voz, como el tenor heroico Siegfried Jerusalem y la gran mezzosoprano Hanna Schwarz, Herodes y Herodias.

En torno al estreno que abre una nueva etapa en el joven Palau, la creación plural del dramaturgo del teatro, Justo Romero, que llena el acontecer cultural de conferencias, conciertos, proyecciones, coloquios centrados en la obra. Todo un modelo.