Alcalá de Henares,

Javier MORÁN, enviado especial de LA NUEVA ESPAÑA

Ni la tierra ni el fuego terminarán con el cuerpo del jesuita gijonés José María Díez-Alegría Gutiérrez, teólogo social y de la esperanza, que falleció en la madrugada del pasado viernes, a los 98 años, y cuyas últimas voluntades incluían que su cadáver fuera donado a la investigación científica. La Compañía de Jesús, orden religiosa a la que perteneció y en cuyo seno ha vivido después de que la Santa Sede exigiera su expulsión, en 1972, celebró ayer su funeral sin entierro en la espartana capilla del colegio y residencia San Ignacio, en Alcalá de Henares, donde el veterano sacerdote residía desde 2007.

No ser canónicamente miembro de la Compañía, pero vivir como si lo fuera, era lo que el propio Díez-Alegría denominaba «ser un jesuita sin papeles», aunque no por ello carecía de espíritu crítico hacia la Iglesia, pero siempre con esperanza. «Ésa fue una de las grandes palabras de la vida de José María, y la esperanza ha sido fecunda en él», expresó ayer el superior de la residencia alcalaína, Enrique Climent, en la homilía del funeral.

«Aseguraba que todos tenemos sitio en el corazón del Padre y se veía a sí mismo como hermano y amigo fiel de Jesús», agregó el superior jesuita, que también destacó en Díez-Alegría la combinación de «trabajo intelectual» -licenciado en Teología, doctor en Filosofía y Derecho, y profesor de Doctrina Social de la Iglesia en la prestigiosa Universidad Gregoriana de Roma-, con su «solidaridad cercana», concretamente en el Pozo del Tío Raimundo, el lugar más deprimido de Madrid, donde el gijonés trabajó junto al también jesuita José María de Llanos. «Construir una sociedad nueva, humana y fraterna» fue su empeño, aseguró Climent.

Había asimismo en Díez-Alegría una «humanidad entrañable», lo que explica que los jesuitas con los que convivía lo acogieran sin reserva. Fue «asturiano de pro, y ejerciente», y dotado de «un gran sentido del humor». Una de sus frases más frecuentes era: «No quiero llegar a los cien años, no vaya a ser que empiecen a enseñarme como una mona de feria», comentó Climent, y añadió otra: «Dicen que soy de izquierdas, y la verdad es que, viendo mal, veo mejor por el ojo izquierdo; y oyendo mal, lo hago mejor por el izquierdo. Se ve que Dios me ayuda a reírme de mi mismo».

Climent relató también una escena sorprendente del obispo de Alcalá, Antonio Reig Plá, en apariencia uno de los más duros y severos miembros del Episcopado español. «El obispo visitó esta casa y le llevé a la habitación de José María; Reig tomó sus manos y le saltaron las lágrimas cuando él le dijo: "Espero encontrarme pronto en la casa del Padre"; o "Quiero morir como Juan Pablo I, por la noche y sin enterarme"». Los últimos días de vida de Alegría fueron, no obstante, duros: la respiración se le extinguía y necesitó oxígeno y una vía para ser alimentado. «Pero aun así estaba fuerte físicamente; fue un asturiano fuerte hasta el final», sentenció Climent.

Además de física, su fuerza había sido moral. En 1970 quiso publicar «Yo creo en la esperanza», que de antemano asustó al Vaticano. El Papa Pablo VI indicó al superior general de los jesuitas, Pedro Arrupe, que situara a Díez-Alegría ante una disyuntiva: o abandonaba la publicación del libro, o abandonaba la Compañía de Jesús. Pero aquel texto era una purga de su propia alma y el tenaz jesuita asturiano siguió adelante con una publicación que resultó un éxito de ventas e influencia.

«Me impresionó "Yo creo en la esperanza", y más cuando lo leí con una persona muy cercana a mí que falleció, pero a quien le fue muy útil en esos últimos momentos», comentó ayer Paquita Sauquillo, abogada, ex diputada y ex dirigente del PSOE, y presidenta de Movimiento por la Paz. Sauquillo, a quien la vida ha azotado con varias tragedias familiares, evocó su «relación de hace muchos años con José María, desde que le conocí en los setenta; me ha impresionado como teólogo y como persona que entendía los problemas del mundo y les daba un espíritu nuevo». Para Paquita Sauquillo, «es una figura histórica, que ha abierto muchos caminos y horizontes, aunque ha tenido detractores».

El jesuita Pedro Miguel Lamet, poeta, escritor y biógrafo de Díez-Alegría, juzgó ayer que «él ha roto códigos y ha sido un profeta del siglo que vivimos: sobre la actualidad del egoísmo económico de las grandes finanzas, él ya había denunciado claramente la propiedad privada; sobre la sexualidad y la actualidad de la pederastia, él ya dijo que el celibato podía ser una fábrica de locos; y sobre el actual repliegue del catolicismo, él veía que la Iglesia había sido infiel a Jesús y al Evangelio».

Tras verse forzado a abandonar la Compañía, Arrupe le dio autorización para continuar de por vida residiendo con los jesuitas. Aquel castigo que recibía Díez-Alegría era indicio de que el posconcilio iba agotándose y que el pontífice Montini, muy inteligente, pero ya confuso, cada vez percibía más que «el humo de Satanás» estaba penetrando en la Iglesia por diversas rendijas. La rendijas que proponía el jesuita gijonés consistían en que la propiedad privada no era de ninguna forma un derecho dado por Dios a los hombres mediante ley natural; o que el análisis marxista iluminaba al cristianismo; o que Jesús no debía ser mitificado, sino tenido por compañero; o que el papado debía renunciar a la opulencia vaticana; o que el celibato era un carisma que podía descubrir el sacerdote, pero nunca una imposición.

El funeral de Díez Alegría fue celebrado por doce jesuitas y contó con un centenar de asistentes: viejos amigos del Pozo y de la progresista Asociación de Teólogos Juan XXIII; familiares descendientes de sus hermanos, los generales Luis y Manuel, y miembros muy veteranos de la Compañía de Jesús. Uno de ellos era Antonio Arroyo, profesor jubilado de Finanzas en la Universidad de Comillas-Icade y vinculado a Asturias. «Mis abuelos se casaron en Covadonga cuando todavía no existía la basílica». Arroyo sintetizó en tres ideas a Díez-Alegría: «Primero, solución salomónica, pues murió fuera de la Compañía y, sin embargo, ha muerto en una casa de la Compañía y acompañado por los jesuitas; segundo, crítico, insobornable y oscuro como profesor; y tercero, paradójico, que obliga a portarse paradójicamente con él a los que le escuchábamos, y yo fui alumno suyo en Chamartin».

Climent cerró el funeral de ayer: «José María era investigador y crítico, pero devoto; recemos la salve». Una mujer emocionada acarició lentamente el ataúd de José María Díez-Alegría cuando era extraído de la capilla para ser recogido por los operarios de un centro no identificado. La tierra no iba a serle ni grave ni leve, ni se tragaba su esperanza.