Gijón, J. MORÁN

El teólogo y ex jesuita asturiano José María Díez-Alegría, fallecido en Alcalá de Henares el pasado vienes, a los 98 años, escribió en 1972 el libro «Yo creo en la esperanza», por el que el Vaticano indicó a la Compañía de Jesús que expulsase al sacerdote si no renunciaba a que la obra se publicara. Ésta es la segunda parte del extracto del libro, que alcanzó un éxito arrollador.

l Cristianismo y propiedad privada. «La doctrina que afirmaba que la propiedad privada, incluso la de los medios de producción, es de derecho natural se consideraba obligatoria para los católicos, por el hecho de ser reiteradamente proclamada por las encíclicas papales. Adopté una posición de cierta reserva frente a aquella doctrina. Había en mí una confusa intuición de que la doctrina del Magisterio sobre la propiedad privada de los medios de producción ligaba poderosamente a la Iglesia con el capitalismo, la enfrentaba radicalmente con el socialismo (sobre un tema que nada tenía que ver con la fe) y hacía servir a la Iglesia a la causa del conservatismo social, poniéndola enfrente de las ansias de liberación de los oprimidos. Pero pude darme cuenta ampliamente de que los Padres de la Iglesia afirman continuamente y con unanimidad que la comunidad de bienes es el principio básico del orden socioeconómico de la creación: Dios ha hecho los bienes para todos los hombres. La promulgación por el Concilio Vaticano II de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, en la que (¡por fin!) se abandonaba la desdichada afirmación de que la propiedad privada de los medios de producción sea de derecho natural, me dio pie para profundizar en mis análisis».

l El Vaticano y el dinero. «Que el sucesor de Pedro, el pescador, llamado a partir de la Edad Media vicario de Cristo, tenga un capital de 500.000.000 de dólares (supongamos) es desagradable e inquietante. Está cargado de consecuencias que no obran en favor de la posibilidad de un testimonio y de una libertad auténticamente evangélicos. Seamos realistas y no pretendamos un Papa pobre como Pedro (materialmente hablando) y privado de oficinas. Pero ¿por qué no atreverse a reducir el capital a 50 millones de dólares?».

l El celibato impuesto. «No tiene mucho sentido, por lo menos hablando en general, un heroísmo de la castidad. Porque, o se tiene en medida suficiente una cierta gracia carismática para hacerse voluntariamente célibe por el reino de Dios, o pretende uno afrontar ese celibato a base de esfuerzo ascético y de vencimiento. En el primer caso, el celibato por el reino de Dios, aun exigiendo autodominio y una dosis de sacrificio, no es demasiado difícil y es fundamentalmente positivo y alegre. En el segundo caso, el celibato por el reino de Dios se convierte en una fábrica de locos, y yo aconsejo a todos los que se encuentren metidos en esa trampa que se libren de ella cuanto antes. Estoy convencido de que mantener la obligatoriedad del celibato para ser sacerdote de rito latino es crear un condicionamiento que, quiérase o no, produce el efecto de que muchos opten por la vía del celibato sin el carisma correspondiente».

l Hijos del amor. «La integración de la actividad sexual plena en una comunión de amor interpersonal y de vida de los copartícipes lleva imbricado un principio de fecundidad genética. El hijo es como una integración de los padres, de ser dos en una carne. Pero esta fecundidad, por ser humana, tiene que ser responsable y, por tanto, limitada. Su perfección se mide más cualitativa que cuantitativamente. No necesariamente muchos hijos, sino verdaderos frutos y signos del amor».

l Esperanza ante la muerte. «En octubre de 1971, cuando estaba para cumplir los 60 años (nací en Gijón, el 22 de octubre de 1911) se presentaron síntomas de paralización en mi pierna derecha, y también ligeras anomalías en mi brazo derecho. Era una mielopatía por espondilosis cervical. Desde que los síntomas hacían ver que se trataba de una lesión seria de la médula hasta que el diagnóstico hizo ver que la enfermedad tenía remedio pasó aproximadamente un mes, durante el cual se presentaban ante mí dos posibilidades, probables ambas. Una, que hubiera remedio para mi enfermedad. La otra, que se tratase de un proceso degenerativo endógeno de la médula, para el que la medicina no hubiera tenido, hoy por hoy, remedio. Esto significaba la paralización total y la muerte a corto plazo. Pero frente a la posibilidad concreta de una muerte inmediata, me sentía gozoso. Mi firme esperanza escatológica no se centraba sobre un mito, sino sobre una experiencia: la de haber empezado a aprender humildemente lo que es amar al prójimo y tener hambre de justicia. Y termino este libro proclamando que creo en la esperanza. Roma, 15 de julio a 30 de setiembre de 1972».

Fin de la obra.