Probablemente todo aquello de los rechonchos jefes del FBI dando tumbos por los pasillos del Hotel Plaza, ataviados con volantes, medias de encaje y zapatos de tacón fuese el producto de la mente calenturienta y chismosa de una mujer despechada. Es posible que se lo inventase Susan Rosentiel, cuarta esposa de Lewis S. Rosentiel, presidente de Shenley Industries, vinculado a los negocios del licor y la mafia durante la Prohibición, para vengarse del todopoderoso J. Edgar Hoover. La señora Rosentiel, no resultaba una fuente fiable como muchos años más tarde, en 1971, se demostró al ser condenada a prisión por un caso de perjurio, según recuerda Ronald Kessler en su historia del FBI. En un artículo publicado por «Esquire», el periodista Peter Maas, nada sospechoso de abrigar simpatías hacia Hoover, contó cómo la mujer pudo haber querido desquitarse de él por haber ordenado a sus agentes implicarse con pruebas en el proceso de su marido para divorciarse.

Posiblemente el supuesto travestismo de aquel sujeto siniestro llamado Hoover pertenezca a la colección inacabable de leyendas urbanas. El hecho de que haya pasado a formar parte del folclore de América no lo convertirá en un objeto apetecible para el Smithsonian, pero cualquier historia sobre la doble faceta de héroe y canalla del gran jefe del FBI sigue interesando en Estados Unidos. No por casualidad la Warner tiene entre manos un biopic que rodará a finales de año Clint Eastwood, con Leonardo Di Caprio en el papel de Hoover. Con todo lo publicado hasta ahora, no es seguro que la película pueda aportar algo que no sepan los americanos del personaje, pero sí servirá para alimentar el morbo sobre un legado que en los últimos años ha experimentado ondulaciones asombrosas sobre la vida camaleónica de Hoover.

El británico Anthony Summers aprovechó el episodio del Plaza como un reclamo de su biografía secreta del jefe del FBI. Susan Rosentiel había intentado durante años vender la historia de que ella y su marido, el destilero mafioso, acompañaron a Hoover, el senador Mc Carthy y Roy Cohn, su brazo derecho, a la fiesta gay del hotel neoyorquino en la que el primero de ellos causó sensación vestido de negro, con una peluca rubia, medias de encaje, liguero y zapatos de tacón alto. El propio Cohn les habría presentado a aquella monada como María. Rosentiel, en su testimonio al autor de la biografía secreta, insistía en que un año más tarde había vuelto a la misma fiesta y al mismo hotel para ver al «azote del delito» vestido de rojo y con una boa de plumas negras al cuello. En aquella ocasión, estaba acompañado de un coro de ángeles rubios.

Pero ¿quieren lo más aproximado a lo que se considera el verdadero rostro de Hoover? Según sus colaboradores, el jefe del FBI era un individuo con una inteligencia muy particular, astuto y sin escrúpulos. William Sullivan, ex subdirector de la oficina federal de investigación, dijo de él que jamás leyó un libro que pudiese ampliar sus miras o reforzar su pensamiento, lo mismo que sucedía con Clyde Tolson, su asistente, con el que vivía una especie de relación de pareja en un pequeño y extraño mundo. Ese pequeño mundo era el FBI, la policía federal más poderosa del planeta que Hoover dirigió con mano de hierro durante 44 años.

Hoover y Tolson era inseparables, comían y cenaban juntos, compartían el taburete en la misma demarcación de las barras de los bares, juntos apostaban al caballo favorito en el hipódromo y juntos se les pudo ver en los viajes de placer que realizaron. Era una pareja, vale, pero eso no quiere decir que fueran travestis. Nunca reconocieron su homosexualidad, mil veces negada y combatida, aunque eso tampoco significa que dejaran de serlo. Hay pocas dudas de que lo suyo se quedase en el ámbito profesional, a ninguno de los dos, solterones empedernidos, se les conoció relaciones con mujeres. Truman Capote, una auténtica víbora, los llamaba Johnny & Clyde. Pero todo ello sólo significaría un rasgo acentuado de sus vidas privadas si no fuese porque Hoover dedicó gran parte de su vida a perseguir a los homosexuales, a contar chistes obscenos y hacer comentarios despectivos sobre ellos.

La relación de Hoover y Tolson permaneció en tinieblas, sin que los rumores se hicieran públicos hasta la muerte de ambos. De algo tenía que servirles su posición de poder al frente de la policía de Estados Unidos. El «jefe» era un experto en el chantaje, pero lo que no pudo evitar, sin embargo, fue que la mafia obrase contra él de la misma manera que él actuó contra políticos y periodistas. Las pruebas sobre su homosexualidad figuraron durante años y años bajo llave.

Una de las cosas dignas de regocijo en la vida de J. Edgar Hoover es enterarse de cómo el chantajista fue chantajeado. Quiero pensar que algo de eso vendrá en la esperada película de Warner, con guión del oscarizado Dustin Lance Black, autor del biopic de Harvey Milk.