El cierre de la Quincena Musical de San Sebastián marca el fin de los festivales de verano españoles y abre el camino al inicio de las nuevas temporadas sinfónica y operística en todo el país. El tramo final del prestigioso ciclo donostiarra se convierte en una intensa traca en la que conviven la danza con la música de cámara al más alto nivel y ambiciosos proyectos sinfónico-corales.

Los ballets de Monte-Carlo se hallan inmersos, a lo largo de este año, en un homenaje a los míticos Ballets Rusos de Diaghilev, compañía que, a principios del siglo XX, revolucionó la historia de la danza a través de una ruptura modernizadora que sentó las bases para la evolución del género en la búsqueda y la implicación en el mismo de otras disciplinas artísticas. Éste fue el argumento con el que regresaron a la Quincena.

La compañía que dirige Jean-Christophe Maillot ha optado por un acercamiento con una visión un tanto arqueológica de obras tan célebres como «La consagración de la primavera» con música de Igor Stravinski o «Scheherezade» con música de Nikolai Rimski-Korsakov. Quizás en esa búsqueda pretendidamente purista resida el mayor lastre de estas versiones que, por ello, pierden ese espíritu de modernidad y atrevimiento que caracterizó a los Ballets Rusos, envuelto todo ello en un desarrollo coreográfico demasiado académico y encorsetado, en una estética que pincha por su voluntarista recreación de una estética que quedó un tanto atrás.

Como contrapunto, un sensacional recital de lied en el teatro Victoria Eugenia marcó el nivel habitual de gran calidad del ciclo. La mezzosoprano Angelika Kirchschlager y el tenor Ian Bostridge, acompañados al piano por Julius Drake, se sumergieron en el apasionante mundo de los «Spanisches liederbuch» de Hugo Wolf. Este libro de canciones españolas recoge una nutrida selección poética de nuestro país de temática religiosa y profana en una sabia gradación expresiva que Kirchschlager y Bostridge desarrollaron de forma impecable. Ambos son dos cantantes de referencia en la actualidad y su capacidad se deja ver en este ciclo liedierístico erizado de dificultades de expresión y matices, sorteables únicamente por intérpretes de fuste que entienden el canto desde una perspectiva sobria, ajena al alarde vacuo. Además tienen el aliciente de contar con un pianista de muchos quilates como es Julius Drake. Entre los tres cincelaron una velada hermosa, en la que brilló con fuerza el genio creativo de Wolf, uno de los liederistas más relevantes de la segunda mitad del siglo XIX.

El punto final a la Quincena donostiarra la pusieron la Sinfónica de Euskadi y la Coral «Andra Mari», que sacaron adelante un monográfico Rachmaninov, y la Orquesta del Capitolio de Toulouse y el «Orfeón Donostiarra», con el acompañamiento de lujo de la contralto Ewa Podles, dirigidos por Tugan Sokhiev, el festival con «Alexander Nevsky» de Prokofiev y la «Quinta Sinfonía» de Tchaikovski.