Adolfo Cabrales -«Fito»- se presenta ante el público como «uno de Bilbao», pero su apellido delata el origen asturiano de su padre, y su madre es gallega, para más señas. O sea, hablamos de un chicarrón del norte con pedigrí que el sábado se sintió en su salsa en el inmenso «prao» habilitado en La Morgal como «rockódromo» alternativo a las pistas ovetenses de San Lázaro. «Bueno, al final parece que hemos venido todos al concierto», dijo el músico a modo de saludo a sus incondicionales al poco de pisar el escenario zanjando así la polémica surgida por la ubicación del recital.

Se trataba de repasar en Asturias -si es que a estas alturas alguien no lo conoce- el último trabajo de la banda, «Antes de que cuente diez», pero durante dos horas y media de concierto se intercalaron en el repertorio muchas de las canciones míticas de épocas anteriores. Lo hicieron, además, sin ninguna distorsión, pues en el caso de Fito los temas de ahora y los de antes se mezclan con la misma facilidad que la leche y el café; una vuelta de cucharilla y la pócima está lista para tomar.

Y es que en el fondo el de Bilbao es pura coherencia: sigue contando esas historias tan cercanas, tan reconocibles, que uno tiene la sensación de estar de risas con los colegas tomándose unos cubatas. Canciones en las que las distancias se miden por copas -«conozco un lugar a tres o cuatro cervezas de aquí...»-, letras en las que el tiempo pasa tan despacio que «hasta el whisky 12 años aparenta alguno menos». Filosofía de bareto.

Y así fue discurriendo una apacible noche de luna creciente con Fito y su séquito de (estupendos) músicos derrapando por los vericuetos del rock. Ahora unas gotitas de swing, luego un chorrito de swing y más tarde un meneo a base de rockabilly. Pedazo de cóctel. Entre canción y canción -la mayoría sabiamente alargadas para prolongar el éxtasis del público-, la consabida pausita para que los de abajo repusieran fuerzas y los del escenario encendiesen un cigarrito que indefectiblemente acabaría pellizcado en el mástil de la guitarra.

El espectáculo alcanzó su clímax justo antes de los bises con una versión extralarga y rematada a guitarrazos de «Soldadito marinero», el himno que encumbró a Fito y que se coreó en La Morgal hasta la afonía. No menos memorable fue la versión previa de «Quiero beber hasta perder el control», el clásico de «Los Secretos» introducido en clave instrumental y rematado por el camaleónico Fito Cabrales con un acento musical propio de los tugurios de Nueva Orleans.

El pero, de haberlo, fue cierta frialdad del público. Puede valer como excusa que un concierto a campo abierto «congela» los ánimos, pero ni eso oculta que tipos auténticos como Fito devuelven la ilusión por ver a una banda en directo.