Arquitecto

Gijón, Eduardo GARCÍA

-De lo que se construye en Asturias, ¿qué le gusta?

-No sé qué decir... (largo silencio). Es que quizá soy muy crítico y excesivamente perfeccionista. Vivimos unos tiempos en que se valora más que lo arquitectónico lo decorativo: la grifería de tal marca o los butacones de tal otra.

Vicente Díez Faixat, gijonés que afronta los sesenta años con espíritu joven, verbo fácil y atuendo libertario, lleva décadas convertido en un arquitecto asturiano de referencia. Diseña mucho, escribe libros, colabora en medios de comunicación, está a punto de ser abuelo y hasta en su día fue presidente de la Fundación Municipal de Cultura de Gijón. No ha perdido ni un ápice de sentido crítico.

-En esto de la arquitectura yo veo una barrera clara: son los 40 años. Es ahí donde disminuye la pasión y crece la experiencia, como la teoría de los vasos comunicantes.

-¿No me diga que se ha quedado sin pasión?

-Intento mantenerla como sea, pero reconozco que el mayor talento está en la gente muy joven, esa que no puede acceder a un concurso porque le exigen currículum. Esta sociedad genera una enorme desconfianza hacia los jóvenes, que en ocasiones se traduce incluso en veto, pero cuando esa gente se pone a hacer una obra pequeña, una vivienda unifamiliar o el diseño de una mesa, se ve el talento.

-¿Está de acuerdo con esa tesis que dice que el mejor arquitecto, como el árbitro de fútbol, es el que pasa desapercibido?

-Lo suscribo. Muchas veces entras en un sitio y sin saber por qué te sientes cómodo, muy a gusto. Ahí está el arquitecto, ahí se ha dado en la diana. Yo, en relación con mis obras, quisiera desaparecer.

-Todos sus colegas coinciden en que la crisis está golpeando duro a esta profesión.

-Yo voy más allá. Hay una crisis económica, pero también la hay de otro signo. La arquitectura como tal no se valora. No es que sea pesimista, esto que digo es realismo puro. En los concursos con la Administración lo más importante es la baja económica, se piensa que lo mejor es lo más barato. Hay bajas que son auténticas huidas hacia adelante, y al final en muchos casos lo que tenemos es mediocridad.

-¿Hay poca cultura arquitectónica?

-Los asturianos tenemos tendencia a abrirnos poco a lo que se hace fuera, seguimos como encerrados, en arquitectura y en todo. Somos desconfiados ante cualquier innovación, y lamento que vayamos tan a la zaga. En lo que a mi campo profesional se refiere yo creo que cuenta mucho el no tener en la comunidad una Escuela de Arquitectura.

-¿Cree que tendría futuro?

-No lo sé, pero sí sé las consecuencias de no tenerla. Su ausencia condiciona los niveles de exigencia, y la gente joven está condenada a emigrar. Hay ciudades como La Coruña o Alicante que sí tienen Escuela de Arquitectura y les va bien.

-Aquí, en Asturias, obras con firmas de renombre no nos faltan. Nada menos que un Niemeyer, por ejemplo.

-El edificio Niemeyer es un ejercicio circense atractivo. A Niemeyer yo lo respeto muchísimo, estamos ante una actuación muy singular, pero lo que quiero decir es que no es indicativo de lo que se hace en Asturias ni de lo que se nos pide a los arquitectos asturianos. El Niemeyer me interesa, el Calatrava, en Oviedo, me repugna. Calatrava representa lo contrario a lo que yo querría hacer si estuviera a su nivel.

-¿Qué le piden los clientes?

-Hay de todo. Yo les pido que el primer día de encuentro me cuenten sus gustos personales, por muy extraños que sean, porque, al fin y al cabo, la vivienda va a ser para ellos. Hay gustos raros, pero frente a ellos es muy buena alternativa trabajar en equipo. Yo lo hago con Justo López y con Alejandro García, formamos tres generaciones, a veces llega incluso una cuarta, alguien recién licenciado, y la obra que sale siempre es mucho mejor de la que podríamos pensar individualmente.

-¿La Administración se moja poco?

-Echo en falta más concursos de ideas y reivindico una arquitectura económica muy digna, austera y a la vez muy contemporánea. Es muy fácil hacer algo impactante con granitos llegados de no sé dónde, pero el diálogo con el contexto es más complicado. A veces tengo la impresión de que se hacen cosas de gran envergadura pero sin que se sepa muy bien qué se quiere decir. Y surgen las contradicciones. Para que las cosas estén bien hechas primero tienen que estar muy bien pensadas.

-Hay poco dinero, es normal que prime lo económico.

-Se confunde lo económico con lo barato. Lo que se hizo con el Centro de Arte de la Laboral me ha supuesto una profunda decepción. Andrés Diego Llaca, que ahora mismo es el arquitecto asturiano con más prestigio en el exterior, presentó un buen proyecto que se lo han cargado literalmente. Fue una ilusión frustrada. Los revestimientos cerámicos que pusieron al edificio en su fachada posterior me parecen sencillamente impresentables.

-¿Reivindica lo pequeño?

-No se trata de minimalismo ni nada parecido. Se trata de asumir que 30 metros cuadrados bien estudiados dan para mucho, que se pueden aprovechar los espacios pequeños, que vivimos en pisos de cien metros cuadrados con un gran comedor..., pero comemos en la cocina porque nos es más cómodo. Las tendencias están cambiando, hoy tenemos en nuestras casas comedor-cocina-salón todo en uno. Se trata de sentir el espacio, más allá del número de metros cuadrados que tengamos a nuestra disposición. Frente a esa forma de entender la arquitectura tenemos el histrionismo de algunas grandes obras, que son como ovnis en mitad de un prao.

-Usted siempre está enfrascado en proyectos singulares.

-Ahora mismo acabo de finalizar una escuela para Senegal que tiene financiación asturiana. Son proyectos que a mí personalmente me cuestan dinero, pero es emocionante construir algo ahí, al borde del desierto, que no tiene ningún lujo pero que es un espacio cerrado y con techo para que al menos no les entre la arena en las clases. Es la arquitectura como espacio para la vida, un ropaje, una segunda piel.

-Edificios de viviendas, escuelas, centros cívicos, tecnológicos, iglesias parroquiales... Toca todos los palos.

-Decía mi padre que los arquitectos tienen que ser como directores de orquesta, que controlan el todo sin necesidad de ser virtuosos de ningún instrumento. Todo hay que hacerlo con cariño, porque sin cariño no salen bien las cosas. La belleza es la expresión de la verdad, y si eso falla nos encontramos con la caricatura.