Tomo prestado el título de un libro de Pierre Bourdieu, «El oficio de sociólogo», para reflexionar, con dolor y esperanza, sobre la aportación de la sociología a la vida y acción de la Iglesia, con motivo de la persona y la obra del querido compañero José Ramón Álvarez Álvarez, sacerdote y sociólogo. Tras la prematura desaparición en 1994 de Oscar Iturrioz, nuestro común introductor en el estudio de la ciencia social, José Ramón recibió del arzobispo Gabino Díaz Merchán la encomienda de sucederlo en la dirección del Secretariado Diocesano de Sociología. Para entonces ya contaba con varios años de ejercicio en parroquias del Occidente -Lavio (Salas), Trevías (Valdés)-, en las que desarrolló una labor marcada por el compromiso con el mundo rural y el movimiento campesino; también había completado con brillantez la licenciatura en Sociología en la Universidad Gregoriana (Roma). En la tarea de sociólogo sirvió durante casi dos décadas a la Iglesia de Asturias, a la vez que enseñaba esta materia en el Seminario y ejercía como párroco en Santiago de Pruvia (Llanera).

En el ejercicio de su cargo diocesano dirigió y realizó -con economía de medios y generosa dedicación personal, sin duda derivada del ímpetu vocacional- numerosos trabajos de análisis sociológico de gran utilidad pastoral sobre familia, juventud, infancia, catequesis, mundo rural, cambio en la sociedad industrial y desempleo, junto con frecuentes análisis de coyuntura sociopolítica, estadística de la Iglesia y colaboraciones en los informes de FOESSA sobre realidad social y pobreza. Las investigaciones dirigidas para Cáritas en Colunga y Caravia, en los barrios de Avilés, o en La Calzada (Gijón), en los que tuve la suerte de colaborar y aprender de él y con él, son ejemplos de un estilo de investigación participativa, capaz de movilizar en el proceso a cientos de personas y de ayudarlas a afrontar de forma responsable los problemas sociales de su entorno.

Las correspondientes publicaciones, generalmente de notable impacto en la sociedad y en los medios de comunicación, atestiguan la entidad de la labor cumplida como sociólogo de la diócesis. Una tarea siempre orientada a provocar -en el mejor sentido- la reflexión y la discusión sobre las exigencias del bien común, sin pretensión de poseer la verdad absoluta, pero sin dejar de ejercitar el juicio crítico y la autocrítica necesaria de la propia Iglesia. Precisamente esta tarea crítica, inherente al oficio de sociólogo, con el propósito de aportar argumentos para suscitar el debate público y eclesial, fue mal tolerada por algunos, en una sociedad asturiana en la que escasean los ámbitos de reflexión independiente y en una Iglesia que se obceca en renunciar a la metodología evangelizadora basada en los «signos de los tiempos», propuesta por el Vaticano II como vía de discernimiento que exige un esfuerzo de análisis riguroso de la realidad.

Las hemerotecas testifican que sus trabajos recibieron alternativamente críticas de diestra y siniestra, lo que prueba la independencia de criterio con que fueron redactados. Convencido de que uno de los cambios estructurales urgentes en la Iglesia es la transparencia, mantuvo siempre su disposición a comparecer públicamente e intervenir en los medios de comunicación cada vez que era requerido para abordar cuestiones de carácter social y religioso; no por afán de protagonismo mal entendido, sino como una forma necesaria de presencia pública eclesial -más que eclesiástica-, en la que conjugaba libertad de espíritu y rigor de científico social, en un marco de fidelidad sincera -no farisaica- al Evangelio y a las enseñanzas de la Iglesia según las orientaciones conciliares.

Probablemente la tarea más delicada y laboriosa de ámbito intraeclesial fue el encargo que recibió de diseñar las Unidades Parroquiales de Acción Pastoral (UPAP), un proyecto de racionalización de los recursos eclesiales al que se dedicó con convicción e intensidad, pisando el territorio y conociendo de primera mano la realidad de cada zona y su clero. Un amplio esfuerzo que apenas se tradujo, sin embargo, en resultados prácticos, pues quienes desde los ámbitos de responsabilidad diocesana promovieron las UPAP no las aplicaron con decisiones y nombramientos coherentes; antes bien, desviaron hacia el autor técnico de la propuesta las críticas suscitadas por una parte de los afectados. Una vez más, como ya había sucedido con la Asamblea Sacerdotal de finales de los años setenta, ambiciosos planes de renovación de la Iglesia asturiana volvían a quedarse en el papel.

Valga este breve apunte como recordatorio de su ejercicio de sociólogo en la Iglesia. Hasta que la nueva jerarquía de la diócesis y su equipo cedieron a las presiones de algunos grupos -minoritarios pero influyentes- que vieron en el sucesor de Díaz Merchán la oportunidad de desmantelar la pastoral social diocesana, tan significativa en la trayectoria de esta Iglesia local. Así, el sacerdote y sociólogo de amplio currículo fue relevado -nunca peor dicho- en su cargo por personas que, sin tener conocimientos específicos en esta materia, se prestaron como figurantes para cubrir un hueco en el organigrama diocesano. Como ha ocurrido en los últimos años con otras instituciones sociales de la Iglesia asturiana, lo que se tardó lustros en construir fue derribado por un decreto curial, con la agravante de no haber edificado ninguna alternativa que no sea el vaciado progresivo de la dimensión social de la fe mediante su reducción a poco más que los aspectos asistenciales.

En la lección inaugural del curso 1993-1994, que el profesor José Ramón Álvarez pronunció en el Seminario con el título «El futuro de la religión en las sociedades industriales avanzadas», señalaba un gran desafío para la Iglesia: «Son tiempos de transformación institucional de la religión, una transformación que ha comenzado siendo espontánea, dando origen a ese cristianismo muy volcado en las pequeñas comunidades de creyentes (?) y que también parece haber sido asumida por los vértices católicos en su intento de responder a los nuevos tiempos con la llamada urgente a la nueva evangelización. Queda la duda sobre si esas nuevas formas, métodos y ardor solicitados no estarán postulando, para ser creíbles y eficaces, personas y estructuras nuevas que los encarnen».

Durante sus treinta años de ministerio -cumplidos casi a la vez que se le diagnosticaba su fatal enfermedad-, en unas u otras de las tareas que le fueron asignadas, José Ramón trabajó hasta la extinción de sus últimas fuerzas por ayudar a la Iglesia de Asturias a afrontar las nuevas realidades y renovar sus propias estructuras. ¿Será la diócesis asturiana capaz de discernir los retos sociales de hoy y elaborar respuestas creativas sin refugiarse en formas del pasado? O dicho con palabras evangélicas: ¿seremos capaces de verter el vino nuevo en odres nuevos para renovar a fondo la Iglesia y la sociedad asturianas? Trabajar para lograrlo es el mejor homenaje que le podemos hacer y el único que él aceptaría.