Con motivo de la concesión del merecido premio Nobel a Mario Vargas Llosa, vuelve a la actualidad su comparación con Gabriel García Márquez y su conflictiva relación profesional, política y personal. Estas líneas no tienen por objeto un análisis de la obra de ambos autores, tarea para la que no me siento capacitado en modo alguno. Sólo pretenden reflejar algunas anécdotas vividas que de una u otra manera implican a estos dos personajes, a los que conocí de vista en mi estancia de estudiante en Barcelona, pues vivía en la misma calle en la que tenía su residencia García Márquez.

A Vargas Llosa lo conocí personalmente en Oviedo, en una comida organizada por LA NUEVA ESPAÑA, y que fue previa a una conferencia que pronunció en el teatro Campoamor. Fui invitado por gentileza de José Manuel Vaquero, Director General de la empresa editora, y allí nos reunimos ocho o diez personas; entre ellas estaba Corín Tellado. En un momento dado, Corín, que parecía Chus Lampreave en una película de Almodóvar, le preguntó: «Mario, ¿cuánto tiempo te lleva hacer una novela?», a lo que él le respondió de manera pausada, con esa voz bien timbrada y algo engolada: «Pues verá; entre que elijo el tema, me documento, trazo los personajes y escribo, tardo aproximadamente un año y medio o dos años», a lo que ella le espetó: «Ah, bobo, yo hago una cada semana». Él no se lo tomó a mal. Por el contrario, ensalzó su virtud para captar de inmediato los sentimientos que brotan de la realidad cotidiana. Todo un caballero.

Años más tarde fui a la Universidad Nacional Autónoma de México invitado a un congreso y, en unos espléndidos jardines, el rector nos agasajó a algunos de los ponentes con una excelente comida. El rector, una persona cultísima, era un prodigio de las relaciones sociales. Conocía a todo el mundo de la vida política, artística o cultural. En el transcurso de la conversación salió a relucir el incidente entre Vargas Llosa y García Márquez, que acabó con un ojo morado del colombiano. El rector lo narraba casi como si hubiera estado allí presente. Tras relatar la amistad que unía a ambos escritores y a sus esposas, describió con todo lujo de detalles que cierto día la mujer de Mario, Patricia, fue quejumbrosa a comentarle a Gabriel las infidelidades de su marido y cómo el autor de «Cien años de soledad» no sólo la intentó consolar, sino que también quiso aprovecharse de esa situación de debilidad en beneficio propio. Cuando se calmaron las aguas, Patricia debió de contarle a su marido lo sucedido y a la primera ocasión el escritor de «Conversación en La Catedral» tumbó de un puñetazo a su hasta entonces amigo García Márquez.

No se había aún repuesto el rector del placer de haber contado una anécdota tan sabrosa a quienes suponía que sólo de lejos conocíamos el asunto, cuando un profesor de Colombia tomó la palabra y dijo que realmente no había sido así la historia y que la conocía muy de cerca por su estrecha relación con la familia del escritor colombiano. El rector parecía colorado y contenidamente nervioso ante quien ponía en duda su versión, pero calló y le dejó continuar. El profesor notó la situación violenta que se había creado y matizó que, si bien el suceso era cierto, García Márquez no había asaltado directamente el fortín indefenso que ante él se rendía, sino que fue todo mucho más sutil y, desde luego, literario.

Según él, el encuentro se produjo en un café y, tras oír las aflicciones de Patricia, García Márquez la calmó diciéndole que un hombre puede que necesite a varias mujeres, pero lo que es poco sabido es que toda mujer necesita seis hombres, y comenzó a enumerárselos: el marido, que le da hogar y familia; el novio de toda la vida, que le sigue aportando romanticismo, ingenuidad, poesía; el amante, que le da placer sexual; el tinieblo, persona adinerada, socialmente muy conocida y que debe ocultarse de la prensa, que le ofrece encuentros furtivos en sitios exóticos y la llena de lujo; el trueno, persona de la que siempre ha estado enamorada y a la que desea, pero que nunca le ha hecho caso y que la desprecia mientras ella suplica su amor; por último, el aspirino, homosexual que la acompaña cuando va de compras, es su confidente y con el que se siente siempre a gusto, sabiendo que no es objeto de su deseo. Acabado el recuento, Gabriel le preguntó: «Y ahora, Patricia, dime cuál de estos hombres quieres que yo sea para ti».

No sé si fue así, pero todos aplaudimos como si lo hubiera sido, y entonces me acordé de Corín Tellado. Podría haber sido un texto suyo, pero nadie lo hubiera celebrado.