Fue en la batalla inicial de 1920 donde se empezó a forjar la leyenda del guerrero. El primer rival en la historia de la selección española de fútbol era uno de los más feroces del mundo. En doce años de trayectoria, únicamente los ingleses habían mantenido a raya a Dinamarca y no siempre. Alineados sobre el terreno de juego del Parque Duden, los futbolistas vikingos abultaban tres veces lo que los soldados de terracota de Xi'an. Un simple observador diría que en un choque con aquella división acorazada, sólo Otero, Arrate y Belauste, tres gigantones, tendrían la posibilidad de salir bien librados. El choque fue durísimo pero el resultado distinto del que se esperaba gracias al gol de Patricio, aquel albañil de Irún, que inauguró la cuenta nacional, a pase de Pagaza. El mítico Zamora se encargaría más tarde, con la ayuda de los tres grandullones, de levantar un muro infranqueable frente al que salían rebotados Middelboe, Jorgensen, Olsen y Andersen. España ganó a la temible Dinamarca en uno de los partidos más encarnizados de la historia e inmediatamente la leyenda de la furia española empezó a crecer en Amberes de la mano de un periodista francés llamado Henri Desgrange, que llevó la expresión a los titulares del diario deportivo «L' Auto». Y desde ese instante olímpico no ha dejado de definirse, con peor y mejor suerte.

Incluso, en un país de pequeñitos habilidosos y violinistas intermitentes, se llegó a pensar que el fútbol español se resumía en una tarde de rabia o en un golpe de inspiración. La rabia y, a veces, la inspiración estarían en esa jerarquía por encima del orden táctico, el rigor y la calidad contrastada de unos jugadores que apenas cumplían con las expectativas de un país de futboleros. Vivíamos de pequeñas gestas, el gol de Zarra a Inglaterra y el de Marcelino a Rusia, de la primera Copa de Europa; sin embargo la sensación de fracaso dominaba las grandes citas. La paciencia no es la principal virtud de los aficionados, así que algunos decidieron que si la selección se atascaba se debía a ese callejón sin salida que producía la furia sobre un terreno de juego: a ese rapto en el carácter de nuestros jugadores insuficiente para medirse en la gloria a brasileños, italianos, argentinos, alemanes, uruguayos, ingleses o franceses.

Pero la suerte tenía que cambiar algún día. Y llegó al reconocimiento universal al fútbol de los pequeñitos, que empezó siendo tiqui taca y acabó en espectáculo total. Toque, pero también garra y las suficientes dosis de confianza para creer más en ellos mismos de lo que nosotros creíamos después de tantos fracasos encadenados. Aprendieron antes que nadie que podían ganar a cualquiera sobre un campo de fútbol. Lo hicieron en Austria y también en Sudáfrica, en la noche mágica de Johannesburgo. El fútbol, como cualquier otra religión, es cuestión de fe. Casillas, Ramos, Xavi, Iniesta y Villa, como Zamora, Arrate, Belauste, Pagaza y Patricio contra Dinamarca, creyeron hasta la extenuación en sus posibilidades.

La furia se ha vuelto, además, virtuosa: hay casillazos, puyolazos e iniestazos en el repertorio de la selección de Del Bosque. No falta de nada. España ya puede presumir de ser la mejor en lo que más le gusta. Visto así, el premio al fútbol es un premio compartido.