Dicen que dos censores, sentados ante una copia de no sé qué película de Berlanga, afilaban las tijeras de cortar secuencias mientras en la moviola comenzaba a verse un plano general de la Gran Vía madrileña. Quizá apurados de tiempo, uno de los inquisidores urgió: «Pasa esto, que aquí no puede haber nada raro». Pero su colega se sobresaltó: «¿Nada raro? Con Berlanga nunca se sabe. Vamos a verlo bien, que éste igual nos cuela a un par de obispos saliendo del Pasapoga», sala de fiestas de gran éxito y de moral nacional católica poco estricta.

Había que tener cuidado con Berlanga, porque era tan cuco que trabajaba con planos secuencia y así multiplicaba el trabajo censor. Era muy fácil tijeretear un primer plano donde se viera un espectacular besazo lingual de los protagonistas, eso estaba al alcance del más novato becario. Pero los planos secuencia de Berlanga complicaban la cosa, porque había que ver lo que ocurría en primer plano y también lo que hacían esos dos personajes medio tapados detrás y aquellos tres que llevaban un paquete al fondo a la derecha y el grupito que entraba por la izquierda y los dos curas que venían hacia el centro con una pancarta. Sabemos que un plano secuencia es aquel en que se ruedan en una sola toma, sin que se oiga el «¡Corten!», una o varias escenas en las cuales ocurren muchas cosas y ocurren simultáneamente. En un plano secuencia López Vázquez mide con un centímetro la cabeza del chiquillo mientras su mujer protesta y Nino Manfredi aparece por la ventana y un coche lo salpica y la cámara sigue rodando y lo vemos todo seguido, saltando nuestros ojos de una esquina a otra de la pantalla, de lo más cercano hasta lo que se deja entrever atrás. Berlanga sostenía que rodaba así porque era más cómodo y él era un vago. Colocaba la cámara, gritaba «¡Acción!» y los actores desarrollaban durante dos o tres minutos de parlamentos y movimientos lo que había escrito el guionista. Pues bien, no creo a Berlanga, que en gloria y en el imperio austrohúngaro (sintagma nominal que siempre debía decirse en sus películas) esté.

Fuese en los años 50, en los 60, fuese en los patrimonios o escopetas nacionales, Berlanga rodaba como se vivía en España, y en España se vivía en plano secuencia. En España se vivía en grupo y mi grupo se cruzaba con otro grupo que interactuaba con otro grupo de más allá además de con el mío. En España se vivía a la vez, nada de individualismos. La familia salía de merienda, con padre, madre, nietos, abuelos, cuñados, sobrinos a un prado donde otras familias se unían a la primera, los miembros del grupo se multiplicaban y aquello era el acabose, porque, a la vez que el abuelo se desmayaba por el calor, un tío pisaba una caca de perro a la vez que un alcalde echaba una perorata que se oía por una radio, a la vez que otra narraba un partido de fútbol a la vez que los novios se alejaban hacia el río, a la vez que la madre los llamaba al orden a la vez que un vendedor de lotería se unía al ya megagrupo y a la vez que el cura enojado se lamentaba a voces de que ya no hubiese decencia. Eso filmaba Berlanga y así lo filmaba el Berlanga más grande: todo en grupo, todo a la vez, todo junto, el gran barullo, la hiperactividad española, el nadie escucha a nadie, el país en donde nada parece ir después de lo anterior ni antes de lo precedente, sino donde todo se hace simultáneamente, donde no hay ni prelación ni concierto.

Creo que ésa fue la raíz del aplauso crítico al Berlanga cineasta: todos nos identificábamos con alguien del grupo o conocíamos a alguien del grupo. O habíamos sido el niño llorón o el novio celoso o la maestra soñadora o el empleado de funerarias o el coleccionista de vellos púbicos, o habíamos conocido a muchas Mary Santpere vengativas, a verdugos funcionarios en su vejez, a toreros de chiste, a brigadas y soldados que nos contaban lo absurdo de una guerra civil y crudelísima. Y lo habíamos sido o lo habíamos conocido en forma de plano secuencia: el suboficial nos contaba lo suyo a la vez que un acreedor intentaba cobrarnos una deuda a la vez que una boda salía de la iglesia. Berlanga fue el autor del «Lazarillo» o de «El Buscón» del pasado medio siglo. El fiel reflejo de un país de pícaros, supervivientes, de luchadores por la vida, de un catálogo infinito de seres que vivimos todos a la vez, todo a la vez, todo en grupo y todo en plano secuencia.