domingo, 13 de febrero

«Yo mismo me encontré frente a mí mismo / en una encrucijada». Me gustan esos versos de Ángel González, que me repito a menudo.

Yo mismo me encuentro frente a mí mismo esta noche, antes de dormirme, como todas las noches.

¿Has aprendido algo en todos estos años?, me digo.

He aprendido a quejarme menos y a agradecer más.

¿Escogerías otro camino si volvieras a encontrarte en las antiguas encrucijadas con la experiencia que tienes ahora?

Quizá sí, pero sospecho que cualquier otro camino me llevaría al mismo sitio.

¿Te consideras un fracasado?

No, salvo en lo que todos los hombres lo somos.

¿Un triunfador entonces?

Tampoco, y no desde luego desde el punto de vista social. En la universidad voy a disfrutar del raro honor de jubilarme -cuando no tenga más remedio, no antes- siendo el último del escalafón. No me quejo: lo que soy se aproxima bastante a lo que quise ser.

¿Echas de menos el éxito como escritor?, ¿que cuando publiques un libro, aunque sea un bodrio, todos los suplementos culturales te dediquen la primera página y se pasmen de admiración?

La verdad es que no me molestaría nada. Pero para mí el éxito es como el chocolate: me gusta, pero puedo pasar bastante bien sin él.

¿Y en el amor? ¿Te gustaría haber tenido más éxito en el amor?

A bote pronto te diría que sí, pero si lo pienso bien, no sé, no sé? Me temo que, en ese aspecto, nunca he dejado de tener catorce años. No he sido capaz de madurar. Me gustan los amores imposibles. En cuanto un amor imposible comienza a ser posible comienzan también los problemas. Y empieza a dejar de interesarme. Nunca he sido capaz de comprometerme. A estas alturas de la vida no creo que aprenda a hacerlo. Tendré que resignarme.

No sueles dejar claro, cuando hablas de tus amores, si se trata de hombres o mujeres. ¿Esa ambigüedad es deliberada?

Por supuesto. Pero no me parece que haya ninguna ambigüedad.

¿Crees en Dios?

No. ¿A qué viene eso?

Desaparecer para siempre, ¿no te angustia?

No creo en Dios, pero creo en la Nada como destino final de todo. Y me parece una idea más consoladora.

¿Te pasas la vida contando tu vida? ¿Hay cosas que no hayas contado nunca?

Las que más me importan. Soy un escritor pudoroso. Parece que saco al escenario la verdad desnuda, pero siempre lleva una malla color carne.

¿Cómo te gustaría ser recordado?

¿Ya quieres escribir mi epitafio? Pues ahí va: «Hizo lo que pudo». Eso hice: lo que pude. No más. Pero tampoco menos.

lunes, 14 de febrero

Al levantar los ojos del libro me sorprende en el televisor, que parpadea en un rincón, el rostro amigo y sonriente de María Durán. Fue mi guía en Siros, la capital de las Cícladas, y ahora me invita de nuevo a recorrer la isla. Recuerdo ahora el aviso de Ana Vega: el lunes participa María en «Asturianos en el mundo».

Llegué a Siros en un tambaleante y diminuto avión con la sola compañía de un pope de barba florida y un hombre con sombrero al que solo le faltaba el látigo para parecerse a Indiana Jones. El aeropuerto no era más que un barracón en medio de ventosas y desoladas colinas. ¿Qué vengo yo a hacer aquí?, me pregunté. No era aquella la imagen que yo me había hecho de una isla griega. Pero nada más bajar del coche, frente a la bahía de Hermúpolis, supe que había llegado a casa.

Con los lugares me ocurre como con las personas: el amor es siempre amor a primera vista. Unos ojos me miran al azar de unas calles y ya sé con quién me gustaría pasar el resto de mi vida. El ajetreo ocioso de esta avenida, entre el azul del mar y el empaque decimonónico de los deslustrados edificios, me hace sentir a gusto, parece que me invita a sentarse en cualquiera de las terrazas y a escuchar una historia.

Muy cerca una gran victoria de bronce alza la corona de laurel y, al fondo, se divisa el pórtico majestuoso de un palacio. Si me alejo algo, veo las dos colinas que coronan una ciudad que abunda en neoclásicos palacios, balcones de elaborada rejería, secretos jardines, suntuosas iglesias, ociosos cafés en los que sin prisa y sin pausa ver pasar el tiempo.

Siros tiene una larga historia: fue fenicia, griega y romana, veneciana y turca. Pero la historia de Hermúpolis es mucho más corta. La población de la isla se amontonaba en una colina, Ano Siros, al amparo de la iglesia de San Jorge, para protegerse de los piratas. A partir de 1820 comenzaron a llegar refugiados de Asia Menor, de la Grecia ocupada, de la Italia que luchaba por la unificación. Era gente emprendedora, y el puerto el mejor situado del Mediterráneo oriental. Pronto llenaron de actividad y edificios los alrededores de la bahía. Los viejos habitantes de Siros, católicos, no querían tener nada que ver con aquellos prósperos advenedizos, en su mayoría ortodoxos. Ellos les devolvieron el desdén creando una nueva ciudad, a la que dieron nombre reunidos en asamblea en la iglesia de la Metamorfosis. Quisieron dedicársela a Hermes, el dios del comercio, y por eso la llamaron Hermúpolis. Hasta final de siglo fue la ciudad más próspera de Grecia, una de las más cosmopolitas del Mediterráneo. Aquellos buenos burgueses, enriquecidos con el tráfico marítimo, encargaron el Ayuntamiento al mejor arquitecto; construyeron un teatro de la ópera tomando como modelo el de Milán; se reunieron, a la manera inglesa, en clubes donde poder leer los periódicos del mundo, escuchar música, hacer negocios, discutir de políticas; a ellos se debe también el primer colegio público que hubo en Grecia y el primer liceo femenino.

Aquella prosperidad duró poco más de medio siglo. Pero Hermúpolis no es una ciudad fantasma, aunque esté llena de fantasmas y ningún lugar mejor para convocarlos que el cementerio de Aghios Giorgios, con sus angélicas esfinges, sus próceres barbudos, sus mariposas y sus rosas de mármol. La historia de la ciudad está escrita en unos epitafios que hablan de gentes venidas de Venecia y Esmirna, de Londres y Nueva York, de muy distintos y distantes lugares para hacer grande a Siros y quedarse para siempre en este lugar.

Pero el sector del cementerio que a mí más me conmueve está lleno de tumbas iguales y anónimas: soldados de la Gran Guerra, que viajaban en barcos hundidos por los submarinos alemanes, y cuyo nombre solo conoce Dios.

Abro los ojos. Ahora María está en la plaza Miaoulis, frente a la estatua del prócer y el quiosco de música con sus delicados bajorrelieves que homenajean a Orfeo y a las musas, saluda a un alumno, se acerca a una pastelería para enseñar los dulces típicos de la isla. Yo sé que si sigo por la izquierda pasaré delante del teatro Apolo, llegaré hasta una pequeña plaza ajardinada sobre la que se alza la iglesia de San Nicolás, con su hermosa cúpula azul que caracteriza el perfil de la ciudad, seguiré luego por una calle palaciega que mira al mar. Este es el barrio de Vaporia, el preferido por los comerciantes de más éxito: desde sus ventanales podían ver llegar los barcos.

martes, 15 de febrero

El amor es una quimera, un ser verbal: solo existe en las palabras.

El amor no se siente si no se dice.

Primero nos enamoramos y luego decidimos de quién.

El enamorado no se aburre nunca.

Sin el loco amor la vida carece de argumento.

El enamorado que no busca su propia perdición no está de verdad enamorado.

Si el cielo y la tierra me sonríen, estoy enamorado, aunque aún no sepa de quién.

El amor que nos tienen ata, el amor que tenemos desata.

Amar es sentarse a esperar a quien no llega nunca porque ya estaba contigo antes de que tú nacieras.

miércoles, 16 de febrero

Es curiosa la memoria. Apenas estuve unos días en Siros, pero podría dibujar un plano minucioso de Hermúpolis, señalarle al amigo que vaya allí mis lugares favoritos: la pedregosa playa de Kymata, escondida detrás de los edificios de la antigua aduana (en ella encontré, pulido por el mar, un pequeño trozo de mármol en el que todavía se distinguían los pliegues del vestido de alguna estatua); la iglesia de Kimisseos con su icono pintado por el Greco; el museo arqueológico y los gatos que esperan a la puerta para entrar junto a los visitantes; una plaza en el empinado laberinto de Ano Siros, desbordante de buganvillas y con el azul espejeante de la bahía asomándose por cualquier esquina?

Me basta una mirada, unas pocas palabras, una noche, para que una persona forme parte para siempre de mi vida; me basta una mirada, un paseo, una o dos noches felices para que un lugar forme parte para siempre de la historia de mi vida.

¿Mi vida? No tengo más vida que la de mis sueños. Lo mejor que me ha pasado no me ha pasado nunca.

jueves, 17 de febrero

Lo que más me gusta de estar enamorado es estar enamorado, saber que paseo por el mundo envuelto en una deslumbrante armadura invisible, tan indestructible como el yelmo de Mambrino.

Estar enamorado me gusta más que estar contigo, amor, simple pretexto para que un dios me tenga de su mano.

viernes, 18 de febrero

En el jardín de tu casa, cómo lo recuerdo, podabas un tilo con una podadera apoyada en una larga pértiga; los brotes caían sobre una sábana extendida en el suelo. Yo me quedé mirando, inmóvil en la acera, no sé si a ti o al árbol o al mar tras de los dos, un mar exactamente del color del océano en los mapas que me hacían soñar de niño.

No hay noche de insomnio que no perfume el aroma de ese tilo.