Contemplar un mapa desplegado sobre una mesa de buena madera mientras se fuma un habano y se bebe un viejo whisky del color de la madera es mejor que viajar: más cómodo, más instructivo, más barato. Viajar tenía alicientes en el siglo XVI, la época de los grandes descubrimientos geográficos (y de las grandes cartografías, en consecuencia), tal vez hasta el siglo XIX bien entrado. La navegación a vapor, los ferrocarriles, los mapas a escala reducida, las brújulas portátiles y las armas cortas de repetición facilitaron el paso del viajero por tierras exóticas y lejanas. Pues el viaje significaba encararse con lo desconocido, con lo infrecuente: con tierras en las que los habitantes caminaban cabeza abajo y eran tan extraños como los descritos por sir John Mandeville. ¿Qué sentido podía tener ir a lugares conocidos y trillados si no era para cerrar un negocio o cobrar una herencia? Ahora se viaja mucho a Nueva York y a Berlín solo por ir. Es una tontería. Es como hacer deporte para conservar la salud. ¿Ustedes vieron a algún animal que haga deporte o se desplace de un lugar a otro si no es en busca de comida o refugio? En la mejor novela de aventuras de nuestras letras, «Los trabajos de Persiles y Segismunda», de Cervantes, hay una parte de ensueño y maravillas, desarrollada en los vastos espacios boreales, de acuerdo con la historia de Olao Magno y la poderosa imaginación de don Miguel. La novela pierde parte de su encanto cuando los personajes se desplazan hacia el Sur, a tierras conocidas, y el relato se hace realista. El realismo, en literatura, disipa la magia. Hoy los viajes han perdido su condición mágica. Los viajeros van de aeropuerto en aeropuerto, y todos los aeropuertos son iguales.

Por eso, los viejos mapas son maravillosos: porque mantienen la ilusión de viajar. Yo amo los mapas desde que, siendo niño, leí por primera vez «Manuscrito hallado en una botella», de Poe. Al final, en una nota, se describen los mapas de Mercator, «donde el océano está representado por una precipitación torrencial mediante cuatro desembocaduras en el golfo Polar (nórdico), para ser absorbidas sus aguas por las entrañas de la Tierra; el propio Polo está representado por un negro peñasco que se eleva a una altura prodigiosa». Los viejos mapas geográficos eran enciclopédicos, como las catedrales medievales. La cartografía alternaba con la mitología, la historia, el dibujo de razas y costumbres. El nombre de atlas para designar las colecciones de mapas se debe al titán convertido en montaña que figuraba, sosteniendo el globo, en un rincón de las primeras cartografías.

Con antigua nostalgia ojeamos y hojeamos el hermoso Atlas Vallard, espléndidamente editado por Manuel Moleiro. Es un mapa del siglo XVI, de la escuela de Dieppe, basado en la cartografía portuguesa de la época. Contiene quince cartas en escala desigual que trazan de manera bastante completa la superficie terrestre, con la excepción del Extremo Oriente, la costa occidental de América y parte del océano Pacífico. No obstante, fue clave para desvelar la incógnita Terra Australis. En sus variadas páginas coloristas (predominio de verdes, azules, marfiles) vemos no solo continentes, penínsulas, bahías, cabos, ríos, montañas: también ciudades, campamentos, nativos danzando, lagartos, tortugas, cocodrilos, ballenas, un grifo que saca su cabeza cornuda de las aguas del mar, un señor con turbante que marcha a caballo con su séquito, protegido por una sombrilla... Las representaciones cartográficas son de gran belleza. Inglaterra e Irlanda parecen sendos escudos de guerreros heráldicos.