Triple apoteosis, la que implica elevación a la «divinidad», en este caso pianística, la de tributar alabanzas, y la del cuadro final de un grandioso espectáculo. Los asistentes al recital de Sokolov, de nuevo en Oviedo, sabían que escucharían a uno, si no el mejor, de los dos o tres mejores pianistas vivos. Los aficionados se traen los elogios de casa y, como sucedió en este recital, saben que el fin de fiesta puede ser grandioso. Cincuenta minutos de Bach al piano para un aficionado pueden parecer mucho, pero si ha escuchado el de Sokolov en vivo probablemente habrá atesorado los cincuenta minutos de Bach al piano mejores de su vida. Su encorvada y cabizbaja figura sale y entra del escenario casi como si no hubiera nadie en la sala, y sucede que después de haber oído su interpretación no hay más opción que rendirse ante su sabiduría. Ha robado a Bach para el piano -como lo hizo Glenn Gould-, instrumento que el compositor alemán no conoció, pero que quizá su genio sí intuyó. Es como si Bach hubiera ideado un lenguaje para el futuro, oculto entre las notas, que Sokolov ha descifrado. Consideraciones de estilo parecen no preocuparle, y al que lo escucha admirado, tampoco. Su interpretación trasciende. Para él lo importante es lo que puede sacar del espíritu de la partitura, «yo creo que la interpretación histórica no existe: no hay nadie de esa época para explicarte cómo», ha declarado sin displicencia. El profundo acercamiento a Bach -en el «Concierto italiano en Fa mayor BWV 971» y «Obertura al estilo francés en Si menor BWV 831»- supera cualquier disputa. Que utiliza los recursos pianísticos, sí, pero nunca gratuitamente. Su precisión es una proeza. Es alguien con un dominio pianístico que posee sólo un puñado de privilegiados en el mundo, y lo hace desde el respeto a la partitura y el estudio profundo de la obra, y con un resultado que pone los pelos de punta.

Tiene la capacidad -como Zimerman- de modelar la sonoridad, que se materializa audible en el centro del escenario, encima del piano, y que no es sólo el conjunto de sonidos que produce el instrumento, proyectan físicamente su concepción del sonido como una escultura sonora. Sokolov es un maravilloso escultor del sonido. Lo hizo con Bach y en la segunda con Schumann -fantástico en «Humoreske en Si bemol mayor op. 20», sublime en «Klavierstücke op. 32», y en la «tercera parte», porque las seis propinas en formato reducido tuvieron la consistencia de virtuosismo con mayúscula. No es que domine el detalle pianístico, es la perfección absoluta en lo aparentemente más insignificante, y es un auténtico mago de la dinámica, que controló desde el primer acorde del recital hasta que se extingue la última nota de cada pieza, en un plan preconcebido de antemano que contempla todo el conjunto de obras. En los aplausos se hace esperar, pero cuando sale no titubea. Las primeras propinas, de Rameau, «Le rappel des oiseaux» y «Tambourin». Desalojado parte del público más impaciente y con los presentes rendidos a su magisterio, el silencio abrazó el «Preludio en Re bemol mayor op. 25 n.º 15», «La gota de agua» de Chopin. Maravillados escuchamos, tras más aplausos, el «Capricho n.º 7» de las «Siete fantasías op. 116» de Brahms, en una interpretación absolutamente reveladora, y no menos fascinados el «Preludio n.º 20 en Do menor» de Chopin, que ya había tocado en Oviedo de propina. Finalmente, a las once menos cuarto de la noche, la apoteosis última, con «Les sauvages» de Rameau. El de Sokolov ha sido un recital histórico que los que lo han disfrutado recordarán.