Director de cine

Gijón, J. L. ARGÜELLES

El Centro de Interpretación del Cine en Asturias (CICA) dedica este mes un ciclo al realizador Carles Balagué (Barcelona, 1949), uno de los autores imprescindibles del documentalismo español. Suyas son obras como «La casita blanca, la ciudad oculta», «De Madrid a la Luna», «Arropiero, el vagamundo de la muerte» o «La bomba del Liceo», estrenada el año pasado, que se proyecta hoy en el CICA (20.30 horas), donde el director tiene previsto charlar con los asistentesa a la sesión. Por la mañana está programada una clase magistral con los alumnos del centro de comunicación, imagen y sonido de Langreo.

-Su ultima película de ficción, «Asunto interno», es de 1995. A partir de 2002 sólo ha hecho cine documental. ¿Por qué?

-Tiene razón. Desde 1995 me han pasado cosas personales y profesionales, entre otras que me he dedicado a la programación de las salas Méliès, en Barcelona. Estuve fuera de circulación hasta que llegó un productor, Pérez Giner, y me habló de hacer «La casita...». Nunca pensamos que alcanzaría tal éxito, sobre todo en Cataluña. A partir de ahí, pensé en hacer documental.

-¿Supone algún tipo de descreimiento en la ficción?

-Algo hay de eso. Algunas películas de ficción me fueron bien, otras mal, pero hacer ese tipo de cine cada vez es más complicado: los costes se han disparado. Además, el documental me ha dado una mayor libertad, como el ensayo literario, y me ha permitido trabajar sobre distintas texturas y formatos. A partir de «La casita...» empecé con un tipo de documental que se mueve entre la investigación y la ficción.

-Tengo la impresión de que el cine documental también le permite indagar sin ataduras en la memoria colectiva...

-Sí, pienso que hay un nexo común: las preguntas sobre la España de aquellos años y qué ha quedado de ella. Si tuviéramos una industria con una cierta voluntad de explicar las cosas, personajes como Facerías (guerrillero urbano en la Barcelona de posguerra, aparece en «La casita blanca...») ya hubiera tenido varias películas. Tenemos una tradición de no indagar; es como si no tuviéramos mano para hacer cine histórico, y sobre todo de ficción. Claro, el cine documental me permite, también, rescatar cosas que no se conocían. Un ejemplo es el testimonio de la viuda de Grimau, en «De Madrid...», que rodó en 16 milímetros un aficionado, o, en «La casita...», el discurso de Eva Perón.

-En sus cuatro últimas películas hay un paso desde el «yo» al «nosotros».

-Estoy de acuerdo. En el caso de «De Madrid...» lo explica muy bien Gregorio Morán cuando dice que este país ofrece una visión de su Transición única y unívoca...

- ....Además de almibarada.

-En efecto, y almibarada. La Transición fue una cuestión de intereses, de «yoes». Está ahí la figura de Adolfo Suárez, su carrera hacia la Presidencia, aunque, con los políticos que tenemos hoy en día, tampoco queda desmerecida.

-Es muy interesante cómo conecta los hilos de la historia. Por ejemplo en «La bomba del Liceo», que parte del atentado de 1893 para llegar hasta el movimiento okupa de ahora mismo.

-Algunos se descubren de forma casual, caso del instituto que hay en la plaza donde se instaló el patíbulo donde se ajustició a Salvador, el que tiró la bomba en el Liceo de Barcelona. Ahí salió la parte con los alumnos en el aula, donde todos hablan catalán y castellano, con lo que me reafirmo en que los políticos no patean la ciudad; allí no había ningún problema lingüístico, con lo que igual es que el conflicto lo crean ellos. La incógnita que deja la película es si ha variado tanto la Barcelona de finales del siglo XIX de la de ahora mismo; hay un momento en el que un chaval dice que si estás puteado y explotado puedes responder como Salvador. Lo que quiero es trazar puentes, seguir el pasado de historias que cabalgan en el tiempo y se unen.

-¿Qué le atrajo del Arropiero?

-Pues que cometiera cuarenta crímenes en la España de Franco y nadie se enterara.

-La película deja una duda sombría sobre el sistema judicial.

-Pienso que era un desastre y que aún lo es. Lo dice el abogado que lo defendió; puede haber gente en prisión por los crímenes del Arropiero. La historia más surrealista es la de que llegó a emplearse en la mafia marsellesa. Era como el extranjero de Camus, mataba sin más. La película tiene la ventaja de que al final sale el monstruo del que hablas. Aparece como un hombre vencido, pero la inquietud está en la imagen de su mirada, que deja la duda de si podría matar de nuevo.