No existe festividad católica tan ubérrima como el Corpus de Toledo, no sólo por ser uno de los tres jueves «que brillan más que el sol», sino porque la analítica religiosa del zapaterismo la ha colocado bajo foco preciso: que si acuden políticos, que si procesionan militares, etcétera. Pero este año la observación -la estricta observancia, más bien- colocó su punto de mira en el hecho de que María Dolores de Cospedal, nueva presidenta castellano-manchega ataviada con mantilla negra, recibiese la comunión en la misa del Corpus toledano. ¿No es divorciada, ha sido madre soltera y está casada por lo civil?, se han preguntado algunos cronistas.

«Afferantur codices», vayamos a los papeles. De Cospedal declaraba en una entrevista publicada en 2006, poco después del nacimiento de su hijo, que «soy católica y además practicante, y el hecho de que esté divorciada y anulada -por la Iglesia, por cierto-, no me hace menos católica». Fue en 1998 cuando, según propio testimonio, su primer matrimonio recibió la anulación canónica, de modo que De Cospedal reingresó en el gremio de la soltería. En dicho estado civil, y mediante reproducción asistida, tuvo un hijo en el citado año, y en 2009 contrajo matrimonio civil.

Salvo que se rebusque en las doctrinas morales más condenatorias, la reproducción asistida no ha sido motivo de penas canónicas como la exclusión de la comunión, aunque es calificada de «injustificable» en el Catecismo de la Iglesia. Del matrimonio civil en solitario tampoco tiene buen concepto la Iglesia, como es de sobra conocido, pero mucho tendría que empinarse la observancia para que a la ciudadana De Cospedal le dieran la vuelta en la fila de comulgantes. Otra cosa es la «presidenta» De Cospedal y que la Iglesia adoptara acciones ejemplarizantes. Su obispo dirá.