Una breve nota en este periódico informaba el martes, día 12, de la muerte en Sobrescobio de Ramón Sánchez Lizarralde, «escritor y crítico literario», «traductor de la obra de Ismaíl Kadaré». El corresponsal de LA NUEVA ESPAÑA en la cuenca del Nalón (L. M. D.) recogía asimismo los datos principales de la trayectoria pública de Sánchez Lizarralde: su militancia comunista, la estancia en la Albania de los años ochenta, las traducciones luego, tras su regreso a España, de Kadaré y otros escritores albaneses, el Premio Nacional de Traducción en 1993..., y señalaba cómo había vivido sus últimos días en Soto de Agues, el pueblo de María Roces, su mujer, en donde pasaban ambos algunas temporadas.

Conocí a Ramón hace unos seis o siete años, tal vez alguno más. Me puse en contacto con él -un amigo común me facilitó su teléfono- porque por entonces yo estaba escribiendo un ensayo en torno a la obra de Ismaíl Kadaré y me parecía que nadie mejor que Sánchez Lizarralde podría aconsejarme sobre el asunto que traía entre manos. Resultó que el traductor de Kadaré venía con frecuencia a Asturias, que solía refugiarse en la pequeña casa de Soto de Agues -a unos kilómetros de Rioseco y la carretera de Tarna- para trabajar con tranquilidad, traducir, escribir. Y allí me recibió Ramón amablemente y charlamos por primera vez; luego, principalmente en la época de verano, volvíamos a quedar un día en Laviana o en Oviedo..., yo le planteaba a veces cuestiones albanesas que surgían en la confección final de mi trabajo y Ramón siempre fue muy generoso conmigo: cordial, acogedor, respetuoso.

Por lo demás, mis dudas eran las propias de quien, a través de la obra de Ismaíl Kadaré, trataba de acercarse por primera vez a una literatura y a una cultura de las que desconocía lo más elemental; una primera aproximación de alguien que ni siquiera había viajado a Albania y apenas había leído algunos libros introductorios sobre la historia y la literatura de ese país. Ramón atendía así tanto a cuestiones menores que yo pudiera plantearle (la grafía correcta de un nombre o el sentido de cierta costumbre ancestral) como a otras de mayor calado histórico o político que inevitablemente surgían en la conversación, y siempre me pareció que hablaba no sólo con dominio y conocimiento del asunto (lo que se daba por supuesto) sino con una visión muy clara de lo sucedido en la Albania de Enver Hoxha, y también con medida conciencia de su propia trayectoria personal, pero, sobre todo, con verdadera simpatía por Albania y el pueblo albanés, por un país que aun hoy atraviesa momentos muy difíciles y del que no sólo ignoramos casi todo sino que hasta tendemos a menospreciarlo precisamente por su pobreza, por su secular atraso.

Mi relación con Ramón tuvo pues este origen, pero Albania y su literatura -tema recurrente en nuestra conversación- fue para mí sólo un punto de paso, una escala, aunque, naturalmente, para Sánchez Lizarralde era mucho más, parte central de su vida. Por eso, alguna vez le sugerí que escribiera algo así como sus memorias, que explicara por qué había decidido ir a Albania, cómo había sido su vida allí, bajo el régimen dictatorial de Enver Hoxha, cómo veía ahora todo eso, la situación actual del país. Recuerdo que en principio me contestó con evasivas, pero pronto me indicó que prefería ser discreto sobre asuntos que afectaban a mucha gente.

No obstante, ya en 2002, con motivo de la exposición sobre Albania celebrada en el CCCB (y cuyo comisario fue el escritor albanés Bashkim Shehu, actualmente residente en Barcelona, y del que Ramón ha traducido una obra memorable, «Confesión junto a una tumba vacía», había escrito Sánchez Lizarralde un texto («Los albaneses vistos desde aquí: la mirada y los espejos deformantes»), recogido en el catálogo de dicha exposición («Tiran[í]a»), en el que abordaba alguna de esas cuestiones que no sólo forman parte, en efecto, de una memoria personal sino que constituyen un testimonio histórico.

No es éste el lugar ni el momento para entrar en detalles, pero transcribo al menos unas líneas de ese artículo. Escribía ahí Sánchez Lizarralde de su estancia en Albania, de la perversión del régimen de Enver Hoxha: «... llegamos a la conclusión de que si hubiéramos sido albaneses, comunistas y todo o sobre todo por eso, a esas alturas ya estaríamos encarcelados o muertos...». Y también: «... aprendimos a entender y a querer a aquellas gentes (algunas de ellas), y ahora, mirando atrás, vemos los años que pasamos allí como un período de gran intensidad y de recuerdo grato por lo intenso, aleccionador y plagado de descubrimientos». Son sólo dos muestras: tanto del tono de la crítica política como de la asunción consciente de una etapa personal que lo convertiría final y felizmente en el principal puente cultural entre Albania y España.

Porque durante los últimos años (más de dos décadas) el trabajo de Ramón Sánchez Lizarralde ha sido el principal punto de unión entre ambos países: a través de sus artículos hemos sabido, por ejemplo, de la versión albanesa del «Quijote» (por Fan Noli) o de la significación de algunos brigadistas albaneses (como Petro Marko) en nuestra Guerra Civil. La figura de Ismaíl Kadaré es sin duda la de mayor relieve entre todas las que nos ha dado a conocer, pero además del premio «Príncipe de Asturias» o del ya mencionado Bashkim Shehu, Sánchez Lizarralde ha traducido tanto leyendas tradicionales albanesas como a otros importantes autores de hoy, y así son muy recientes las ediciones de Fatos Kongoli (en Siruela) o de Luan Starova (en Asteroide).

Ramón Sánchez Lizarralde ha estado entre los valientes de nuestra generación (los que crecimos durante la dictadura franquista, los que teníamos 20 años en los primeros setenta). No lo olvidemos. Y los últimos meses de su vida, el modo como ha sabido, junto a su mujer, enfrentarse a la enfermedad que lo llevó a la muerte, han sido asimismo un ejemplo de valor. Desde hace tiempo Ramón sabía que estaba en el tramo final y quiso cumplirlo con dignidad: sin rendirse nunca, pero serenamente, con pleno dominio. En el transcurso de esa dura enfermedad y hasta la última hora, algunos gestos suyos parecían encaminados a eso, a mostrar justamente -con toda delicadeza- que sabía luchar y sabía morir. Y así ha sido.