Oviedo, Pilar RUBIERA

El pasado agosto, Blanca Álvarez Pinedo (Villanueva de Córdoba, 1931) paseaba con sus hermanos por Salinas. Sonó su teléfono. Al otro lado escuchó la voz de Emilio Marcos Vallaure, consejero de Cultura, quien le anunciaba que el Gobierno asturiano había decidido concederle la medalla de plata de Asturias. «Me dejó pasmada pero encantada, y en el grupo familiar la noticia se recibió como una fiesta, con alegría. Uno de mis hermanos es subdirector del de Simancas y le prestó, como se dice en esta tierra. Me satisface que haya un reconocimiento a mi trabajo, pero también pienso que hay mucha gente que se la merece».

El nombre de Blanca Álvarez Pinedo está íntimamente unido al Archivo Histórico Provincial de Oviedo, al que se incorporó como directora en 1971, tras casarse con un asturiano, y del que se jubiló veinticinco años después. Ubicado entonces en el monasterio San Pelayo, Blanca Álvarez impulsó la elaboración del censo de archivos y fondos documentales de Asturias, una tarea fundamental que ayudó a conocer los archivos asturianos, sus características y estado de conservación.

«De todos los archivos en los que trabajé, no encontré ninguno que funcionara como debe ser y con instalaciones adecuadas, exceptuando el Histórico Nacional, en el que estuve un mes de prácticas, y el de Indias», explica. Y añade: «Me he encontrado archivos municipales al lado de calderas y de conducciones de agua, fíjese el peligro que eso supone».

¿Por qué los archivos son siempre la cenicienta de la gestión cultural? «Porque no entienden bien lo que es un archivo, la importancia de los fondos», responde. «La historia se escribe sobre los documentos, luego el historiador los interpreta. Yo tal vez sienta una pasión especial, entiendo que hay que cuidarlos, y no sólo por la historia, sino por el interés de las personas que encuentran en ellos datos y argumentos para la defensa de sus intereses», subraya.

Blanca Álvarez Pinedo llegó a los legajos y a los documentos un poco por casualidad. Licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad de Valladolid, su primera intención fue dedicarse a la enseñanza. Haciendo unas prácticas para preparar las oposiciones a instituto «comprobé que no tenía vocación». Una amiga de su madre que trabajaba en el Archivo de Simancas le aconsejó que hiciera auxiliar de archivos, bibliotecas y museos. Se examinó en Valladolid y su primer destino fue la Biblioteca pública de Burgos. Más tarde, siendo ya auxiliar en el Archivo de Simancas, se presentó al Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos. «Mi primer destino fue el Archivo de Indias, en Sevilla, pero sólo estuve 18 días. Nos incorporamos tres facultativos y los tres habíamos pedido el traslado a otro sitio, por lo que el director no nos quiso ni recibir. Había pedido Santander, donde trabajé diez años antes de llegar a Asturias».

Su destino fue el Servicio de Archivos de Oviedo y durante muchos años su tarea consistió en llevar los archivos Histórico, de la Audiencia y de Hacienda. A los dos últimos iba por las mañanas y al Histórico, «que era el que más me gustaba», por las tardes. Al llegar a casa todavía le quedaba tiempo para hacer los deberes con sus hijos y, en algunos casos, recibir con alguno de ellos clases de inglés.

«Nunca tuve problemas de conciliación familiar. Eran otros tiempos. Yo tenía una chica fija en casa y una asistenta», señala.

No sabe explicar por qué, pero le gusta la historia de los siglos XVI y XVII. Una de sus mayores satisfacciones es comprobar el aprecio de la gente. «Cuando un investigador me saluda y lo hace con gran cariño, olvido todas aquellas horas de trabajo con mascarilla, guantes y bichos, que también los había».

Hay anécdotas de aquellos años. Un día entró en el Archivo Histórico un paisano de pueblo corpulento, con coloretes en la cara y un cayado, que decía que el marqués de Valdecarzana le había dejado el palacio de la Audiencia. «¿Quién es la que manda aquí?, dijo. Los empleados, temerosos, señalaron a Blanca. Y él añadió: «Va a mandar por poco tiempo». En otra ocasión, una mujer pasaba las hojas de un protocolo chupándose el dedo. Blanca Álvarez se acercó y le dijo con dulzura: «No se chupe usted el dedo, y no solo por el protocolo, se puede envenenar».

Le habría gustado inaugurar el edificio actual del Archivo, la antigua cárcel de Oviedo. «Ahora se trabaja de manera distinta, la tecnología ayuda mucho; antes lo hacíamos documento por documento. Creo que no hubiera sido capaz de hacer el traslado que hizo Conchita Paredes, el volumen de documentos ahora es enorme».

A su modo, sigue al pie del cañón. Cada tarde, excepto los jueves en que colabora con Manos Unidas, trabaja dos horas en el archivo de las Pelayas. Últimamente trabajó en la recuperación de fragmentos de libros de música del rito mozárabe que como se habían dejado de usar, se utilizaban para encuadernar otros. Fruto de ese trabajo es «Memoria Ecclesiae». «No entendía nada de libros musicales, pero con ayuda de sor Covadonga y de Agustín Hevia Vallina me puse al día, esas cosas me gustan».

Hija de un segoviano y una alavesa, nacida en Córdoba y residente en Valladolid desde los dos años, Álvarez Pinedo reivindica, sin dudarlo, su condición de asturiana. «Que no me manden salir de aquí, me gusta todo de Asturias y, en Oviedo, estoy muy contenta y feliz, aunque quiero mucho al País Vasco y, por supuesto, a Santander, donde vive parte de mi familia».

Presume de no haber ido ni un sólo día a trabajar de mala gana y no tiene reproches, al menos públicos, para los políticos responsables del Archivo. «Yo procuraba ayudar a todo el mundo y no me puedo quejar de la ayuda que he tenido, a lo mejor podía haber tenido más, pero las cosas son así».

Viuda, madre de cuatro hijos y abuela de seis nietos, hoy recibirá la medalla de plata de Asturias acompañada de todos ellos y algunos otros miembros de familia, de la que habla con enorme cariño. «Me acuerdo mucho de mi marido, hubiera llorado como un niño».