No hay duda de que el arranque de la 64.ª temporada de ópera de Oviedo ha estado marcado por el exotismo. La Fundación que rige el ciclo lírico se vio obligada a reorganizar sobre la marcha, ante los salvajes recortes de subvenciones públicas, el curso que ahora se inicia modificando varios de los proyectos inicialmente previstos. Para inaugurar se sacrificó «Rosenkavalier» de Richard Strauss y tomó el relevo otro Strauss, Johann, y su célebre opereta «Die Fledermaus». Abrió, de este modo, la temporada sus puertas a un nuevo género, el de la natosa opereta vienesa, y vino bien en el contexto de la crisis un poco de «diversión elegante» que fue acogida con júbilo por el público del estreno. «El murciélago» es una obra popularísima en el ámbito germánico, si bien la mayoría de sus representaciones se realizan en torno a las fechas navideñas, donde encaja mejor su espíritu decadente y frívolo. De ahí lo exótico de apostar por este título en septiembre.

Ayudó al éxito la ligereza de una obra que, sin embargo, tuvo una ejecutoria irregular y en la que faltó el brillo que habitualmente acompaña a esta partitura. O lo que es lo mismo, todo aquello que debe ser agilidad y fulgor trepidante rozó el tostón en algunos pasajes en los que la acción se atascó. La producción, procedente del Festival de Ópera de Las Palmas, se debe en su integridad a Mario Pontiggia (responsable de la dirección de escena, escenografía y vestuario). El director de escena argentino ya firmó en el Campoamor trabajos interesantes, entre ellos una «Madama Butterfly» de excelente factura. Es un profesional que conoce a fondo el mundo de la ópera y que enfoca sus propuestas con refinamiento y buen gusto aunque, en el caso que nos ocupa, quizá los resultados pecasen de cierto amaneramiento. Es bien sabido que en los festivales de teatro de prosa de las fiestas patronales la denominada «alta comedia» de enredo (cuya temática habitual se ocupa de líos, infidelidades y asuntos de la entrepierna) es garantía de éxito seguro. En Oviedo, de hecho, arrasa. Estos días terminó funciones el rey español del género, Arturo Fernández, a teatro lleno. Bien, pues este ha sido el tono que Pontiggia imprimió al «Murciélago». Nada que objetar. La simulación, envuelta en el decadentismo vienés, es la moneda de cambio de la obra y una orientación en este sentido es adecuada. Pero ante este planteamiento se debe salvar un escollo: se precisa de intérpretes que sean muy buenos actores cómicos y, en este caso, salvo alguna excepción, la mayoría de los cantantes adoleció de carencias notables en este ámbito. De esta forma el resultado global se resintió y la acción se ralentizó, llegando a aburrir, perdiéndose la frescura inherente al género. Y esto, en «El murciélago», es pecado mortal. Los resultados dramatúrgicos se vieron, por tanto, acartonados, sin la alegría contagiosa que provoca el champán totémicamente invocado en la trama. Quizá lo que más se atascó fue la fiesta, alargada artificialmente, con inflación de actuaciones en las que sólo merecieron la pena la «Gavota» de «Manon» de Ana Nebot y el «Recondita armonia» de «Tosca» de Alejandro Roy. Ambos cantaron más que bien, lo hicieron con ganas y excelencia vocal. El resto sobraba, especialmente la polka, bailada de forma horripilante por unas bailarinas poseídas por una especie de frenesí orientalista que metía miedo, brazo en alto y a voltereta limpia. Fue un contraste absurdo en un cuadro concebido con una estética impecable, de gran elegancia, a lo «Eyes wide shut», con paneles de Tamara de Lempicka enmarcando la escena.

Pontiggia envolvió la obra en una escenografía y un vestuario radiantes, de oropel, muy bien iluminados por ese fantástico diseñador de luces que es Eduardo Bravo. Funcionó lo justo la traslación de los diálogos hablados al castellano. Llama la atención que en la Volksoper de Viena se represente nuestra zarzuela en español y con sobretítulos y aquí traduzcamos la opereta. Roza un pelín lo cursi y más aún cuando una de los miembros del reparto, Chen Reiss, dejaba ver problemas de dominio de la lengua de Cervantes y el problema se resolvió con el fácil argumento de criada con beca «Erasmus» (sic). Además, el recurso localista de introducir morcillas de lugares y personajes conocidos no hizo más que incidir en el chiste facilón y la continua impostación afectada que se marcó a la interpretación tampoco ayudó a crear registros dramáticos más diversificados.

Con todo y con ello la escena estuvo bastante por encima de la endeble versión musical de Eric Hull en el que ha sido, con diferencia, su menos interesante trabajo en el foso del Campoamor. El planteamiento aburrido y poco imaginativo de su labor se dejó ver en una Sinfónica del Principado de Asturias desmotivada y muy por debajo de lo que es su prestación habitual. La obertura fue un desastre, desmadejada, con «tempi» irregulares y falta de brío. No puede ser que una opereta vivaz se maneje desde el foso de forma ramplona y carente de recursos expresivos. Su trabajo lastró el resultado vocal y del mismo se resintió de manera evidente el conjunto. Sólo el coro remontó el vuelo en sus intervenciones, con su habitual buen estándar de calidad. Y no digamos nada de su efecto sobre un reparto carente, en su mayoría, del estilo apropiado para cantar la opereta. Y esto sí que es atribuible al responsable musical que ha de cohesionar un trabajo compacto, en el que los cantantes se muevan con directrices claras y precisas en la misma dirección. Y a algunos de ellos, por cierto, también hay que darles un tirón de orejas por una dicción del alemán más que deficiente. ¡A ver si va a tener razón el señor Mortier con sus discutidas teorías sobre los cantantes españoles!

Debutaba Mariola Cantarero como Rosalinde. Fue el suyo un primer acercamiento al personaje muy bien desarrollado interpretativamente, con picardía y su naturalidad escénica que la hace brillar especialmente. En cuanto a la vocalidad quizá sea la suya más apropiada para el rol de Adele a día de hoy, pero resolvió las dificultades con acierto y cantó las célebres csárdás con autoridad. Un pelín histriónico en escena, el Gabriel von Eisenstein del barítono Gabriel Bermúdez que, no obstante, se movió vocalmente con acierto en un papel de tesitura complicada para sus características. Pese a ello lo sacó adelante con eficacia. Chen Reiss cumplió como Adele si bien su registro agudo, un tanto fijo, no ayuda en los pasajes de mayor exigencia. Es una buena profesional a la que le falta, no obstante, mayor enjundia vocal. Del resto del elenco quizá la nota característica no fue más allá de una discreta corrección. Ninguno de ellos tuvo aportaciones destacadas. El príncipe Orlofsky de Jossie Pérez careció de entidad y sin mucho que reseñar pasaron por sus personajes Peter Edelmann y Francisco Vas. Lo mismo se puede decir de Enric Martínez-Castignani, Albert Casals o Rocío Martínez. El actor Joaquín Carballido cumplió como Frosch sin más. En resumidas cuentas, quizá fue el champán el que tuvo la culpa de todo y el error fue mío al no tomarme una copita antes de entrar y dejarme llevar por el espíritu festivo con más alegría. ¡Otra vez será!