Con el estreno del pasado domingo es la segunda ocasión que sube a escena en el Campoamor «Die Zauberflöte» de Wolfgang Amadeus Mozart, dentro del marco de la Temporada de Ópera. El debut en el año 1991, y con el precedente de «L'elisir d'amore», marcó un punto y aparte con el ingenio de Emilio Sagi puesto al servicio del crecimiento de la temporada. El resultado salta a la vista: de una función por título, y con un festival apretujado en pocos días, se ha pasado a una temporada de cinco meses largos y algunos títulos, como el que nos ocupa, con cinco funciones llenas. O para ser más claros, se ha quintuplicado el público. Por lo tanto, el fuerte tratamiento a base de champú anticaspa que se aplicó entonces y se ha mantenido -salvo un leve rebrote de seborrea puntual hace unos años- ha servido para encauzar la temporada de Oviedo en los circuitos y dar un salto que admite muy pocos reproches desde el punto de vista de la evolución y la apertura del género al gran público en Oviedo. Otros asuntos, por supuesto, ya son más discutibles. El incremento y la adhesión a la temporada se miden por los números y éstos son incontestables.

Dos décadas después volvió al Campoamor el que es uno de los títulos mozartianos por excelencia, una ópera deliciosa, vital, llena de «rebelión, consuelo y esperanza». Una obra maestra, sencilla y compleja al mismo tiempo, en la que los ideales ilustrados triunfan a través de una partitura efervescente en la que el genio mozartiano brilla con esplendor áureo. «La flauta mágica» nos libra de tantas mediocridades y absurdeces cotidianas que su mera audición ya es, al menos para mí, motivo de alegría.

El reparto necesario para sacar adelante el título es extenso. Hacerlo con garantías obliga a un énfasis duplicado: trabajo de equipo bien cohesionado que, a la vez, permita brillar a las individualidades de forma adecuada. Precisamente el equilibrio ha sido la nota dominante de esta nueva apuesta mozartiana. No tanto, sin embargo, la presencia de voces espectaculares. Todo en el reparto tuvo un magnífico balance (aunque hay que cuidar no descender escalones de dos en dos y nivelar a la baja porque se cruzan determinadas líneas rojas que debieran ser sagradas en un ciclo de la historia del ovetense) y dentro de esta corrección formal se debe enfocar el análisis de las prestaciones vocales del elenco.

El gato al agua se lo llevó muy justificadamente Joan Martín-Royo como Papageno. El barítono catalán es habitual en Oviedo desde los inicios de su carrera. El público lo ha visto crecer artísticamente a lo largo de estos años hasta llegar a cantar con autoridad un rol protagónico. De manera paralela viene desarrollando una trayectoria importante en los grandes teatros europeos. Ha adquirido una seguridad que le ha permitido desarrollar un Papageno de magnífico nivel actoral y construido vocalmente con garra y buen criterio. Su línea de canto impecable, dicción tan bien ajustada y su presencia escénica llevaron al personaje al primer plano de manera constante. José Luis Sola y Valentina Farcas fueron un Tamino y una Pamina perfectamente compensados. Sola es un tenor que va a más y aquí nos dejó un Tamino bien cantado, aunque un tanto lánguido. Un timbre hermoso y una emisión correcta, no todo lo homogénea que debiera, fueron sus principales bazas, mientras que la aniñada Pamina de Valentina Farcas causó buena impresión. Cantó la soprano rumana con musicalidad y de manera exquisita su rol, si bien se echó en falta más brío en sus intervenciones, más entrega. A fondo se empleó Íride Martínez en la siempre esperada Reina de la Noche. Su resultado no fue equilibrado: pinchó en la primera aria y consiguió en la más conocida («Der Hölle Rache kocht in meinem Herzen») convencer al público. La soprano costarricense tiene un buen sobreagudo, afinación precisa y coloratura técnicamente bien trabajada. Sin embargo le falta el carácter dramático del rol. Creo que hubiese sido una Pamina de más quilates porque es, sin duda, una intérprete de interés que, sin embargo, no redondeó con la debida contundencia un papel, por otra parte, de extrema dificultad. Aunque, todo hay que decirlo, no encontró complicidad en la batuta, aunque eso lo veremos más adelante. Entre las sorpresas agradables de la velada debe anotarse el sensacional Monostatos de Mikeldi Atxalandabaso. El tenor español ha cimentado su carrera con inteligencia y para un papel como éste es un verdadero lujo por sus más que notables cualidades y calidades vocales. Otra impresión magnífica causó el Sarastro de Kenneth Kellogg, debutante en Oviedo, y que cantó de manera noble y eficaz. El resto del reparto cumplió sin problemas, desde el Orador de Iván García, pasando por los dobles papeles (sacerdotes, escuderos) de José Manuel Díaz y Charles Dos Santos, las tres damas (Cristina Obregón, María José Suárez y Mireia Pintó), los tres muchachos (Helena Abad, Cristina Sánchez, Carmen Muñoz) o la dulce Papagena de Itziar de Unda. Imponente el Coro de la Ópera de Oviedo (como coristas y también empleados con acierto como figuración) en sus intervenciones aquilatadas y de más que notable fuerza expresiva.

De lo anteriormente expuesto, el principal mérito que se puede atribuir al director musical Paul Goodwin está en haber sabido compensar y dar una unidad de criterio estilístico a los intérpretes. Sin embargo, su versión musical me ha sumido en el desconcierto. Unas veces demasiado vertiginosa, otras lenta hasta hacer pasar apuros a los cantantes (buen ejemplo de ello son las arias de la Reina de la Noche). Una arbitrariedad que hizo resentir el apartado musical pese a que Oviedo Filarmonía cumplió con solvencia. Su versión, a medias barroquizante, sobre todo en la dinámica y el contraste, no funcionó como debiera. Una lástima porque hace siete años dirigió unas «Bodas de Fígaro» más que interesantes. Sin embargo, esta nueva entrega mozartiana se quedó un tanto atrás, sobre todo por las expectativas que genera un maestro de su nivel y conocimiento en este repertorio.

Premeditadamente he querido dejar como cierre la dirección de escena de Olivia Fuchs. En los últimos años estamos asistiendo a un relevo generacional en lo que a la dirección escénica se refiere. En este ámbito las mujeres, al fin, han entrado con fuerza y están protagonizando un nuevo paso adelante en los grandes teatros europeos. Estamos ante una serie de artistas capaces de entrar en el gran repertorio sin prejuicios, de ir a la raíz de las obras de forma iconoclasta, dándoles la vuelta, a veces con inusitada agresividad. Hay aciertos y errores en este camino, pero el balance en líneas generales es positivo y esencial para la renovación del género. La británica Olivia Fusch, ya con sólida carrera a sus espaldas, presentó en Garsington esta nueva producción de «La flauta» que ahora llega a Oviedo. Al igual hizo Mariame Clement en sus originales y polémicos acercamientos a Rossini («Viaggio» y «Barbero»), Fusch estéticamente nos acerca la obra a través de un sutil juego de enredos que se despliega visualmente a través de una iluminación con detalles tenebristas (firmada por Bruno Poet) y mediante un estrafalario vestuario, nada ingenuo por otra parte, y una escenografía sucinta hasta decir basta -ideal para tiempos de crisis-. Lejos de despojar la obra de la simbología masónica, la directora de escena la mantiene de manera sucinta, con cuentagotas. La escenografía de Niki Turner (también responsable del vestuario) es sencilla y muy efectiva en el contraste de atmósferas. Tres puertas sirven de marco a la narración y a través de ellas fluyen las escenas. La estética de Fusch es canalla. El mundo «leather» está expuesto en su iconología básica, cueros, máscaras, bozales, botas, sling, drogas, la cresta punk de Papageno con kilt y botas y también en los gestos (impagable Monostatos aseando sus partes) toscos y violentos, de dominación y sumisión. Pero en ningún momento este lenguaje es agresivo, sino que se plantea como una travesura. El mundo de opuestos de «La flauta» encara así el reino de las tinieblas con la claridad de la secta hippy de Sarastro -todos a uno con su líder-. Y lo hace sin traicionar a la obra, sumando ingenio y muy buena dirección dramatúrgica, teatro al fin y al cabo. Cada elemento tiene su perfecto encuadre. Los tres niños aparecen por cualquier sitio -tierra o aire- las damas se descuelgan o se esconden en un segundo y unos paraguas (deuda de Rosalie en Bayreuth) sirven de cielo, de árbol y para todo lo que sea menester, las pruebas de agua y fuego están muy bien conseguidas. Cada pieza del rompecabezas encaja sin forzar porque el discurso está bien construido de principio a fin. Sin altibajos y con una gradación creciente, desde un inicio un tanto atascado hasta levantar el vuelo tras el descanso. Hay referencias confesadas por la autora en artistas como Bill Viola, Andy Goldsworthy o Rebecca Horn, entre otras, y también se rastrean guiños cinematográficos. Con todo ello construye un universo original, de notable inventiva y capaz de satisfacer a públicos muy diferentes. Ya se sabe, cada uno a su gusto.