Javier Llano se portó bien y nació un jueves para que su padre, el arquitecto Emilio Llano, no tuviera que suspender el miércoles su visita al despacho de Cangas del Narcea. Fue un 17 de noviembre de 1980, a las seis de la tarde. «Mi madre quería chica», interviene con humor el hijo, «y le salimos dos niños». «Eso sí, muy parecidos a Mercedes», matiza su padre, «mi genética ha tenido poca influencia. La primera vez que lo vi lo tuve claro: clavado a su madre».

Si no influyó en el físico, sí lo hizo en la forja del carácter. Y en la colección de pasiones. Por ejemplo, la Naturaleza. Un contrato no escrito con ella: conocerla, respetarla, amarla. «Tanto a Javier como a su hermano los llevé desde muy pequeños al monte, al río. Una vez lo llevé a una cascada en un afluente del río Narcea, a principios del verano, aún no hacía mucho calor. Es como una foto fija en mi memoria: lo metí conmigo en brazos y la cara de susto y frío no la olvidaré nunca. Un bautismo simbólico». Llano lo lleva en la sangre: nació en un pueblo de Cangas del Narcea y su infancia transcurrió en el medio rural, «estudié Bachillerato laboral en Corias, iba en bicicleta, a veces por caminos a los que no llegaba el sol. Por eso mi relación con la naturaleza es fundamental en mi formación». «¿Y te salían sabañones del frío, no?», pregunta su hijo. «En las orejas y las manos, y cómo dolían. No había calefacción, como puedes imaginar». Pero volvamos a Javier y su infancia. «Era muy guerrero, con mucha personalidad. Se rebelaba por cualquier cosa. Podríamos decir que era más llorón que la media. Como era el primero, la madre fue un poco más permisiva y yo más exigente. Asumí el papel de malo de la película. Y reconozco que en algunos momentos quizá fui demasiado rígido y estricto. Eso lo cambiaría, ahora que ha pasado el tiempo, creo que sería más flexible y dedicaría más tiempo a disfrutar de la infancia de mis hijos». «Pero no podías», sale su hijo en su defensa, «siempre estabas desbordado por el trabajo. Y yo agradezco esa exigencia porque me ha permitido ser como soy ahora. Si algo agradezco a mis padres es la educación». «Lo que intenté siempre», continúa el padre, «es inculcarles el valor de la disciplina, el orden y la capacidad de sacrificio como piezas fundamentales de cualquier educación». Javier era un niño «muy preguntón y tremendamente curioso. Se quedaba observando cualquier cosa, metido en su mundo... Una vez iba con su abuela en el autobús, ella se bajó y cuando se dio cuenta el crío no estaba. Debió de despistarse mirando algo por la ventana y el autobús arrancó con él dentro y la abuela fuera. Menudo disgusto... Un funcionario del Ayuntamiento que me conocía me llamó para decirme que Javier estaba en la última parada». Años después «se marchó un verano a Suiza a estudiar y cuando volvió nos llamaron del campamento porque había dejado allí el DNI». Despistes que no impidieron que fuera «un estudiante responsable, con clara tendencia a ser una esponja en lo plástico, en la estética. Pero siempre se lo dejé claro: para ser arquitecto no basta con dibujar muy bien, y él lo hacía, sino que hay una parte muy técnica de álgebra, estructuras o cálculos que hay que dominar». Con el tiempo, cuando la vocación de arquitecto ya estaba consolidada, le grabó a fuego otra idea: «Conocer idiomas pensando en que su generación va a tener que competir fuera del país. Afortunadamente heredó cierta facilidad de comunicación, algo muy importante en una profesión liberal». A lo que habría que añadir «la seguridad, la confianza en uno mismo. En la arquitectura el éxito depende en gran medida de la gestión, no es sólo creación, y Javier tiene condiciones innatas para que los clientes se sientan seguros y que sepan que dará respuestas a los problemas sobre la marcha». En cambio, «es menos constante y menos disciplinado que yo. Mis orígenes humildes me obligaron a ser más exigente conmigo mismo, él no ha necesitado pasar por los sacrificios que afronté yo, y que me enseñaron que todo viene del esfuerzo y el trabajo».

No le contaba cuentos por las noches, mucho mejor aventuras de animales en África. La casa estaba llena de libros de fauna animal y vídeos de Rodríguez de la Fuente y Cousteau. «Es curioso, pero ya antes de nacer mis hijos grababa en VHS todos los documentales pensando en que si algún día tenía hijos, se los enseñaría todos». África. Ya surgió la palabra mágica: «Soy un loco de ese continente desde que Luis Vega padre me llevó una vez. Y, en cuanto pude, me llevé a la familia. Yo siempre he tenido una parte de aventurero que toma pocas precauciones a la hora de viajar, suelo visitar lugares de cierto riesgo. Y eso lo transmití a los hijos, nada de ir con muchas comodidades, viajando a veces en avionetas con más peso del permitido o viviendo en la selva con indígenas, comiendo pirañas que pescábamos o cola de caimán negro. Forcé situaciones que otros padres más prudentes nunca se plantearían». «¿Recuerdas cuando te abrazó aquel jaguar que tenían domesticado los indígenas?», pregunta el hijo. Vaya sí se acuerda: «Me rompió la muñeca. Me dieron un remedio, como decían ellos, un unto de tigre, y aguanté con eso». Y su hijo subraya» «En esos países ves las enormes diferencias entre los ricos y los pobres, es una gran cura de humildad y cuando vuelves disfrutas más de lo que tienes porque comprendes que eres un privilegiado».