La garantía la aportó una orquesta fascinante en su sonoridad; el espectáculo, la arrolladora fuerza pianística de Brigitte Engerer, y la novedad fue la escucha, por vez primera, de la «Sinfonía n.º 1 en Do menor op. 7» de Alnaes (1872-1932). Cuando se escucha una obertura de ópera sobre un escenario, con la sonoridad ampliada y mimada y, además, esta tiene una poderosa carga onírico-fantástica como en «Oberon», se produce la magia sugerida por la escucha de que algo va a suceder en el escenario o más allá de él.

De esta ilusión surge el enorme poder cautivador y seductor de la música, que nos atrapa sin que opongamos resistencia. A partir de ese momento disfrutamos. Los menos introducidos con la propuesta de una gran música interpretada con eficacia impecable, los más «iniciados» disfrutando del más mínimo detalle sin apartarse del guion sonoro. Y algo llamó poderosamente la atención: la lisura del sonido orquestal. Lo bueno o lo malo de ser aficionado fiel a los ciclos del auditorio de Oviedo es que, quieras o no, acabas comparando. Esa tersura, sobre todo en la cuerda, no es nada frecuente.

Hay algo que diferencia una orquesta compuesta por una heterogénea selección de excelentes músicos a otra, como esta, en la que un atril no es una parte más de la sección. Con esta base afrontaron el «Concierto para piano en La menor, op 54» de Schumann. A esta casi perplejidad del sonido se añadió la de una intérprete al piano de fuerza pianística arrolladora. Sí causó cierta extrañeza que en un nivel como este saliera con partitura en mano -¡también en la transcripción de Listz de propina!, seguro que es un simple apoyo visual-.

Brigitte Engerer se fue creciendo tras un primer movimiento que tuvo su clímax en la cadencia, y tal vez exhibió lo mejor en el «Intermezzo-andantino gracioso», donde concentró su más excepcional expresión. Su poderío pianístico recorre todos los recursos, desde el realce del color hasta cualquier entresijo técnico que convierte en belleza, además de un peso sonoro impactante. A pesar de que orquesta y solistas mantuvieron un diálogo sonoro amable, aterciopelado, en el que optaron por «tempis» moderados, no todo en la perfección de los ataques fue igualmente preciso.

La superposición de frases es algo muy antiguo en música para mantener la atención del oyente, en el caso de Alnaes, como en otros compositores que aun con maestría, con dominio de la orquestación y con recursos melódicos, no alcanzaron la cumbre, se manifiesta con cierta simplicidad. Los grandes, además, conquistan nuevos territorios, que es otra forma de mantener el interés y que, en música, por su carácter abstracto, esconde multitud de lecturas, alejándose del estilo pujante y del camino trazado. El loco tiene ideas innovadoras que no encajan con lo admisible, el genio también las tiene pero sugiriendo una perspectiva aun no imaginada que dicta normas. Alnaes es coherente, en cierta medida previsible y ambicioso, pero es un continuador. En esta sinfonía hay deudas -Tchaikovsky y Brahms se revelan casi conscientemente- y calidad de oficio. Escucharla hoy en día, después de estar familiarizados con el repertorio a través de conciertos, grabaciones, etcétera, resulta menos impactante por su novedad que por su incuestionable calidad constructiva.

Lo más llamativo, a nuestro juicio, es la tersura de sus ideas musicales, que han encajado con la propia tersura del sonido magistralmente exhibido por la orquesta, con una dirección de Terje Mikkelsen que deja -es todo un maestro-, el espacio preciso para disfrutarla. De propina Mendelsshon -incidiendo en esa aterciopelada textura hasta el límite de lo gozoso-, y Brahms, para acabar arriba con la celebérrima «Danza húngara n.º 5».