Muchos son los especialistas que se han preguntado qué habría que hacer para acercar la figura de Jovellanos al gran público, o cómo conseguir que su figura despierte en el alumnado el interés que su personalidad merece. Los intentos no cejan y la variedad de recursos chocan machaconamente con una atonía que parece imposible de vencer.

Pues ya ven, en la tarde de ayer, Jovellanos no salió a hombros del salón del Ateneo Jovellanos, aupado por la concurrencia, porque materialmente era imposible: Jovino no estaba. Pero la cercanía de su espíritu, de su humanidad, estuvo tan próxima a nosotros que indefectiblemente llegó a emocionarnos. Un poeta, un compositor, una tonada, un familiar... lo hicieron posible. Lo dijo Antonio Gamoneda en su lúcida intervención: «Prescindí de su grandeza y lo acerqué a mí, descubriendo su sensibilidad y sus potencias afectivas».

Ésa es la clave. Fuera leyes agrarias, informes en defensa de juntas centrales, discursos académicos y demás historias; construyamos al hombre en su dimensión más entrañable; el asturiano, el músico, el nostálgico de su tierra, el amante, el rebelde, el mártir... Y cuando su humanidad sea entendida, compartida y amada, pónganle ustedes todas las medallas y méritos que quieran, estupendo, es nuestro héroe. El ejemplo más pedestre está en la calle, ¿qué vende más el «¡Hola!» o el «National Geographic»? A nosotros, sus congéneres, nos gusta ver a un Jovino emocionado, que ama a su perro, que canta con los amigos, que mira al Mediterráneo y añora los cachones de San Lorenzo, que huye de los franceses viejo y cansado. El Jovino de anoche.

Uno por uno, en sus discursos, lo recuperaron. Joaquín Pixán nos retrotrajo al ambiente de finales del siglo XVIII, a las canciones de entonces. Antonio Gamoneda puso en versos el corazón de Jovellanos en su perfil más frágil y amoroso. Pedro de Silva nos llevó a revivir sus exequias en la misma iglesia de Puerto de Vega, el pueblo donde Jovino murió de frío. Y María Sanhuesa tuvo la gracia de componer el rol de los «cuarenta principales» que animaron la vida de este gijonés genial. Al fondo, envolviéndolo todo, la música trascendente, digna de una coronación, de Jorge Muñiz, otro asturiano penado por la añoranza. Su madre, María Salas, estaba allí, en el Ateneo, gozando discretamente las glorias de su hijo.

El resultado de este monumental esfuerzo se traduce en un libro precioso, que incluye dos CD, uno con la «Oda a Jovellanos» y el segundo con la recopilación de canciones de su tiempo, pero la realidad de su contenido es una nueva biografía de Jovellanos; la más tierna, auténtica y apasionada.

Joaquín Pixán cerró la sesión. ¿Intérprete?, preguntó Pedro de Silva. «Más que eso: promotor, productor, empresario, químico de los diversos materiales que forman el producto, "broker" y, sobre todo, broca, perforando el cemento del obstáculo, rompiendo éste hasta sacar adelante la obra». Nos ofreció tres canciones de Rodríguez de Ledesma, «El sueño de mi amor», «Delio a la ausencia de su amada Nise» y «Cuando al campo salgo», acompañado por el gijonés Mario Bernardo, el pianista perfecto, por su interpretación, su facha, su juventud... La voz bellísima de Joaquín Pixán enlazó las últimas estrofas del segundo movimiento de la cantata con la tonada, y el instante fue en sí mismo otro poema. Un poema que quedará en nuestra memoria unido a la fecha en que conocimos, de verdad, a Jovellanos.