Oviedo, Eduardo GARCÍA

Un niño pregunta a su profesor: ¿Por qué llueve? Y el profesor le responde: para que salgan flores. Es una respuesta poética; se agradece. Pero el niño no preguntaba para qué, sino por qué.

El asunto es que los niños preguntan. En casa, a sus padres, y en el colegio, a sus maestros. La maestra y pedagoga María José Gómez y el profesor de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) José María López Sancho llevan años comprobándolo. Los escolares preguntan mucho y bien, cuestiones a veces muy profundas para su escasa edad: ¿por qué se orienta una brújula?, ¿por qué aparece una sombra?, ¿por qué desaparece el agua de un recipiente si se deja mucho tiempo? o ¿por qué funciona un imán?

El problema es que muchos docentes no pueden responder con criterio científico. María José Gómez y José María López Sancho participaron días atrás en Oviedo en unas jornadas de actividades destinadas a los profesores para aprender a enseñar ciencia. Y la próxima semana repetirán la experiencia en Mieres. El CSIC se involucra y, con él, los Centros de Profesores (CPR) de la región. Profesores que se vuelven alumnos por unos días y que llegan a la conclusión de que si entienden los procesos científicos básicos son capaces de enseñarlos a sus alumnos. Y es que López Sancho recuerda que «los seres humanos somos raros, nacemos sin saber y evolucionamos por conocimientos. A un animal le sale pelo para resguardarse del frío, a nosotros no nos queda otro remedio que aprender a hacer abrigos».

A través de cursos por toda España, el profesor del CSIC ha comprobado que a los maestros no se les ha inyectado cultura científica, que no se puede enseñar lo que no se sabe y que todos los días se tienen que enfrentar a individuos pequeños y curiosos que, efectivamente, se cuestionan cosas: ¿Por qué «flota» la Tierra, por qué no se cae la Luna? «En esas edades entre los cuatro y los doce años, en las que a los niños les nacen neuronas todas las noches» -dice María José Gómez- «es el momento para que aprendan a amar la ciencia y para asentar unas bases que son para toda la vida». Y frente a eso ya no sirve la disculpa pedagógica de que yo no explico esas cosas porque soy de Letras.

Es en esas primeras etapas de la vida en las que se marca la actitud ante el mundo. «Los niños comienzan a pensar muy pronto en el espacio y en el tiempo», mucho antes de lo que los adultos pensamos. Y lo hacen con una concepción muy diferenciada de ambas realidades. «Por eso cuando un niño muy pequeño ve que la madre marcha, piensa que no va a volver nunca más», explica Jaime García, asesor técnico docente de Infantil y Primaria en el Centro de Profesores de Oviedo e intermediario en esta ocasión entre científicos y docentes.

No hay respuestas imposibles, pero medir la capacidad cognitiva de los niños no es tarea fácil. «Si te quedas corto en la explicación o te pasas el niño se aburre». Lo mejor es darles un modelo. Y explicárselo. Y los niños responden y empiezan a entender con criterio científico.

María José Gómez explica que cuando un niño no entiende algo siempre busca una respuesta mágica. «Agua en una cubeta. Al día siguiente, el agua ha desaparecido. ¿Qué ha pasado? Se la ha llevado el mago Merlín», le respondió una niña de dos años y medio. A partir de los ocho meses aproximadamente los niños saben que las cosas no desaparecen porque sí, pero hace falta que transcurra más tiempo en el reloj de su vida para responderse a la pregunta: ¿Están ahí, en alguna parte, las cosas que nosotros no vemos? Otro experimento: «Coges una botella de agua de un litro y un recipiente de un decímetro cúbico. La botella es alta y grande; y está llena. Y el recipiente es apenas una cajita cuadrada. ¿Cabe el líquido de esta botella en la cajita? Los niños suelen decir que no, que imposible. Y delante de ellos el profesor vierte ese litro de agua, que por supuesto cabe en un decímetro cúbico. ¿Sabe lo que dicen algunos niños? ¡Hiciste magia!».

La siguiente parada en ese viaje común, Mieres. Los días 27, 28 y 29 de febrero y el 1 de marzo.