Medio siglo de amistad no cabe en unas líneas apretadas por el dolor. Pero tampoco puedo callar ahora, aunque las palabras discurran temblorosas como un río. Silenciaré lo que te debo porque pude decírtelo, a contrapunto de tus protestas -«no, no»-, en la última conversación que mantuvimos, conscientes los dos sin confesárnoslo de que podía ser la última. Y tampoco me detendré en consignar lo que te debemos quienes en los últimos meses nos empeñábamos en reunirnos a comer contigo: Graciano, Juan de Lillo, Evaristo Arce, Carcedo, Vélez, a quienes, entre otros, hiciste grandes periodistas. Ellos lo explicarán mejor que yo, que viví -y fue un privilegio - aquel tiempo glorioso de LA NUEVA ESPAÑA. Y no hace falta que te diga cómo está Ladis, con quien acabo de hablar en elocuente silencio.

Quiero, en cambio, dar testimonio de lo que, a mi juicio, te debe la sociedad. Porque en aquellos años difíciles de los cincuenta y sesenta del pasado siglo, tú supiste abrir el principal periódico de Asturias a la modernidad cultural y social, contribuyendo, sin importarte las críticas de los biempensantes, a sembrar unos valores cívicos que después florecieron y fructificaron en la transición política de España hacia un pueblo en paz. Nunca presumiste de ello y te hartaste de denunciar a los «abyectos» que se cargaban de medallas.

«Lleva quien deja y vive el que ha vivido», sentenció Machado. Ahora, al volver la vista atrás, me doy, nos damos, cuenta de que es tanto lo que dejas que vivirás, siempre jovial, en nuestro recuerdo.