Juan Ramón Pérez Las Clotas era un periodista legendario. La leyenda la propagaron sobre todo, con fervor, quienes le tuvieron como maestro, un grupo de periodistas jóvenes a quienes enseñó y alentó en una fase crucial de su carrera, como es la del aprendizaje. Para esa leyenda él aportó materia sobrada. Fue, por ejemplo, un personaje brillante, cuyo toque dandy a una elegancia que en él resultaba innata tenía más que ver con provocación que con la afectación. Es conocida la anécdota de que una vez le pusieron una multa por pasear en mangas de camisa por el paseo de Los Álamos, entonces de José Antonio. Pero también los chalecos que lucía por las calles de Oviedo en los años 60 eran una bandera de libertad, que para algunos se hacía insoportable y merecía mayor castigo que la denuncia de un guardia municipal. Más insoportables todavía les resultaba su concepción del periodismo, abierto a la creatividad y la cultura y ejercido con ese espíritu crítico, y por supuesto irrespetuoso, sin el que es imposible que alcance la credibilidad, ese desiderátum irrenunciable de la profesión. Nadie pudo discutir nunca a Juan Ramón la lealtad a un régimen político como el franquismo con el que se sentía identificado y en el que creía sinceramente, pero se esforzó en hacerla compatible con la lealtad al periodismo. Y esa lucha, que le costó graves disgustos, no fue en vano, ni para él ni para su periódico. Cuando se busca una explicación al éxito, histórico por insólito, de LA NUEVA ESPAÑA, un órgano del Movimiento cuya aceptación social desbordó ampliamente la base ideológica a que se refería su cabecera, se encuentra en que tuvo en puestos de responsabilidad a periodistas como él. Es justo que lo proclamemos en un día como hoy los que, en una época y en unas circunstancias muy diferentes, nos hemos beneficiado de su herencia. A esa gratitud se añade, en mi caso, el placer de haberle podido tratar en la última etapa de su vida, por fortuna larga y fecunda, en la que nunca fue un jubilado sino un periodista muy activo. A lo largo de esa treintena de años pude disfrutar de las cualidades que Juan Ramón conservó sin merma hasta el final: la sabiduría profesional, desde luego, pero también una caballerosidad sin tacha, una amplia cultura, una memoria privilegiada, una alegría juvenil -aquellas estruendosas carcajadas-y, sobre todo, una concepción de la amistad tan generosa que uno siente que queda irremediablemente en deuda al tratar de evocarla con toda la gratitud y el cariño que puede.