¿Se ha acabado ya el modelo en el que las administraciones intervienen y pagan todos los proyectos culturales?

Sí, y además funciona. En Madrid empezó hace unos años el proyecto La Tabacalera, era una antigua fábrica y se convirtió en un centro de artes audiovisuales. Cuando se quedaron sin presupuesto público por la crisis, se empezó a autogestionar como un espacio cultural y lleva dos años funcionando. Ahora es un centro de referencia internacional y no cuenta con presupuesto alguno. El dinero lo generamos nosotros y todas las actividades que organizamos son gratuitas. Se trata de explorar modelos para dejar de depender de la vieja cultura de la subvención.

¿Y a quién es más difícil convencer, a la Administración o a los propios ciudadanos?

A partes iguales. El mayor obstáculo es la Administración, que tiene una desconfianza patológica en los ciudadanos. Pero también en general los ciudadanos tenemos poca confianza en nosotros mismos o creemos que esto es algo impuesto y con los tiempos contados y no es así. La autogestión tiene otro ritmo y cada uno aporta lo que puede, tiene un proceso lento pero que se puede sacar adelante.

¿Cree realmente que el ciudadano está preparado para participar en un modelo de autogestión cultural?

Es que no se trata de participar, sino de hacerse cargo, y no se trata de crear ningún modelo porque, para empezar, en todas las épocas ha existido esa autogestión, no creo que en el paleolítico esperaran una subvención para crear un arpón... Hay que perderle el miedo a hacer las cosas por uno mismo. Siento parecer pedante pero, como decía Kant, «hay que superar la inmadurez autoincurrida» y ahora estamos en ese proceso: hacernos cargo de nuestra producción cultural en todos los ámbitos.

¿Y dónde deja eso a los artistas?

Los artistas son catalizadores, como acudes a un abogado, ante el cual no tienes una actitud como si fuera de otro planeta. Los artistas son personas que saben hacer algo bien y se le valora.

¿Y como sería la ciudad creativa e ideal?

Más viva, más instituyente, en el sentido de recuperar el pequeño gran poder de inventar nosotros las normas. Porque se nos ha olvidado, pero las normas las creamos nosotros. Y eso lo podemos hacer a diario, sería hermoso crear nuestras propias costumbres, siempre que se dialogara y no nos pisáramos los unos a los otros.

Es miembro del Laboratorio del Procomún, ¿en qué consiste?

Es un espacio de reflexión e investigación sobre el procomún, todo aquello que es de todos y no es de nadie, como el agua, los caminos los bosques. En principio, pertenecieron a la comunidad y, posteriormente, con el capitalismo rampante, se crearon vallas y pasó a ser un espacio privado o, como contrapeso, al Estado. Estos espacios no deben ser ni privados ni del Estado, que ni siquiera hace un buen uso de los mismos. Y se nos olvida el concepto de comunidad que es a quien deberían pertenecer.

¿Han llegado a alguna conclusión?

Lo bueno de que sea un espacio de reflexión es que no esperamos conclusiones, pero el año que viene publicaremos un libro titulado Estética y política del procomún, donde estará presente también cómo este concepto se encuentra en el nivel afectivo y en el cultural.

.¿Cómo fue su experiencia como profesor invitado en el MIT (Massachussets Institute of Tecnology)?

En 2001 estuve tres meses. Trabajaba en el Macba y a uno de los artistas le gustó mi trabajo y me invitó. Es que se aprecian mucho fuera las cosas que hacemos en España, mucho más de lo que nos creemos. No hay que tener complejo en ese sentido. En Yale estuve con estudiantes de ingeniería y bellas artes y estaban encantados, no tiene más importancia.