Madrid, Oviedo | Eduardo GARCÍA / Agencias

Antonio Mingote era humorista, dibujante, editorialista a través de sus viñetas, ilustrador de la cotidianidad, académico de la Lengua, creador de un universo lleno de curvas, crítico elegante y trabajador incansable. Mingote murió ayer, tenía 93 años y se había pasado los últimos sesenta con presencia diaria en el periódico «ABC».

Mingote era catalán, de Sitges, conservador de ideología y un tanto surrealista en sus formas de humor, con antecedentes en Gómez de la Serna y Jardiel Poncela, pero sin seguidores claros. El gran mérito de Antonio Mingote era haberse convertido en un humorista sin tiempo. Humor sin sangre pero a la vez humor valiente.

Había estudiado Filosofía y Letras, pero lo suyo era el periodismo en forma de sonrisa. Publicó su primera ilustración en un suplemento infantil de la revista «Blanco y Negro» cuando tan sólo tenía 13 años. Comenzó su labor profesional en la mítica «La Codorniz» en el año 1946, cuando hacer humor en España, país de posguerra, era jugar con fuego. Incluso el humor bonachón de un Mingote que dibujó de todo, desde óleos «serios» a chistes disparatados.

Y de sus manos salieron burguesonas de pecho enorme, aristócratas insensibles, zascandiles y porteras, políticos con banda, felices parejas de novios, oficinistas oscuros de bigotín y traje gris o jovencitas exuberantes en la playa. Mingote hizo historia de España y sus miles de viñetas se convirtieron con el tiempo en la crónica diaria de su país.

No es de extrañar que sus dibujos «sean esenciales para entender el devenir reciente de España». Lo decía ayer Forges, el «Mingote» de la generación posterior. Vidas paralelas, en cierto modo, y otro genio del humor ajeno a las modas e invulnerable a los estilos. Los unía la pasión por el dibujo, y de esa pasión hablaba Mingote no hace mucho, en clave de recuerdo:

«Comencé a hacerlo en los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Dibujaba mis láminas y las de mis amigos. Y luego el hermano Blas, me parece que se llamaba, y el hermano Manuel, ponían los dibujos en orden de preferencia, y algunas veces yo estaba el primero, pero no siempre; otras veces estaba detrás y el que estaba primero era un dibujo que le había hecho yo a otro amigo. O no, vamos. Yo dibujaba muy mal, como todos los niños. Los niños dibujan muy bien hasta que aprenden. Cuando aprenden ¡ya se fastidió el asunto! Y siempre, siempre dibujar, toda mi vida... No recuerdo otra cosa. Es lo único que he hecho toda mi vida: dibujar, dibujar, dibujar».

En 2003 se le tributó un homenaje nacional y el Rey lo nombró marqués de Daroca. Era alcalde honorario de Madrid, «un genio de la literatura, la pintura y el ingenio», tal como fue calificado ayer por la presidenta madrileña, Esperanza Aguirre. El director del Instituto Cervantes, el asturiano Ignacio de la Concha, afirmó que Mingote «era la persona más querida de toda la comunidad académica». En la Real Academia Mingote tenía sillón desde 1987 «porque era un gran escritor», faceta que queda injustamente olvidada por su inmensa envergadura como dibujante. Hombre sereno, espontáneo, con sentido común... Su libro «Hombre solo» es «absolutamente excepcional», decía ayer el periodista Luis María Ansón.

Su capilla ardiente fue instalada por la tarde en los jardines del Retiro, rodeado de árboles que él dibujó toda su vida con cariño. Los Reyes de España y los Príncipes de Asturias enviaron sendas coronas. Los restos mortales del dibujante serán incinerados hoy en la más estricta intimidad familiar.