La interpretación de «Dido and Aeneas» (Z.626), ópera en tres actos breves, que se ofrecieron sin solución de continuidad, con libreto de Nahum Tate, basado en la novela «Brutus of Alba or the enchanted lovers» y en el canto IV de «La Eneida» de Virgilio, fue ofrecida en versión concierto -con una asistencia algo menor, incluso entre los abonados, de lo que suele ser habitual- por el trío asturiano «Forma Antiqva», que hacía su presentación como grupo residente del auditorio de Oviedo. Es un trío formado por los hermanos Zapico, que lidera el clavecinista Aarón. Como es habitual en formaciones de música barroca, ha sido ampliado para la ocasión con un grupo variable de músicos, todos ellos seleccionados entre profesionales con amplia experiencia en la música barroca en nuestro país. De hecho, el grupo instrumental ha sido parte esencial en el logrado desarrollo musical de la interpretación. Sutilmente exquisito en sus intervenciones, François Joubert-Caillet con la viola de gamba; resolutiva y líder, Guadalupe del Moral como violín; la violonchelista Ruth Verona, con una afinación ejemplar pero en exceso sobria en lo expresivo, así como excelentes Alejandro Villar y Guillermo Peñalver en las flautas de pico, destacaron en sus intervenciones. Los roles vocales principales corrieron a cargo de la mezzosoprano Amaya Domínguez, Dido (reina de Cartago), Francisco Fernández-Rueda Aeneas (príncipe troyano) y María Espada como Belinda (dama de la reina), además de las sopranos Mariví Blasco, Olalla Alemán; el contratenor Flavio Ferri-Benedetti, el tenor Víctor Sordo y el bajo Javier Cuevas.

Lo más destacado ha sido, sin duda, la excepcional calidad de la música de Purcell. Se tiene acostumbrado al aficionado -sobre todo con conciertos «estrella», como el último con uno de los directores más flamantes del momento como es Dudamel, o el siguiente, nada menos con el absolutamente excepcional y fascinante pianista Krystian Zimerman- a resaltar el protagonismo absoluto del intérprete sobre el compositor, y los aplausos parecen que van dirigidos casi exclusivamente a ellos. Pero la creación musical es la esencia. En este aspecto la música de Purcell está en una dimensión superior -o en otra dimensión, si se quiere-, incluso a la de los intérpretes. La ópera, además, es un mundo dentro del mundo de la música. Krystian Zimerman nos dejaría boquiabiertos tocando un piano de estudio, el cantante es su propio instrumento, y si la naturaleza no se lo ha dado... Purcell no requiere voces grandes, preparadas para proyectarse en teatros decimonónicos con una nutrida orquesta pisando los talones, y sí un canto exquisito, y en el contexto de la interpretación denominada «histórica» con instrumentos originales -en el que se puede plantear el interés de esta obra programada, además de hacerla un grupo asturiano y cantantes en su mayoría nacionales-. Es una opción interpretativa, no siempre la mejor, que se lo digan a Sokolov cuando interpreta un Bach que asombra al mundo. Las voces para esta ocasión -solo los grupos de élite ofrecen, a otro precio, también es justo decirlo, altísima calidad media en sus elencos, un acercamiento estilístico estudiado milimétricamente y líneas de canto que producen admiración y emoción alejadas del concepto de «divo» operístico- han sido algo heterogéneas en su elección. Vocalmente destacó principalmente la refinada interpretación, bella voz, clara, bien timbrada, además de una afinación precisa, de María Espada. Amaya Domínguez cantó bien, con intervenciones vibrantes y otras no tan emocionantes, y con la ayuda de una música deliciosa -insistimos en lo obvio- brilló en su rol, pero podría estar interpretando una obra musical de cualquier otra época -el vibrato, por ejemplo, es un recurso expresivo que hay que dosificar, emplear como el adorno que es el Barroco, también para los cantantes-. El tenor Francisco Fernández-Rueda como Aeneas fue una discretísima aportación al conjunto, con un vibrato en exceso ondulante que, en ocasiones, parecía no reafirmar la afinación, y no parecía encontrar acomodo en la tesitura -quizás un barítono podría ajustarse más a ella-. El contratenor Flavio Ferri-Benedetti, con una melena que agitaba teatralmente, dio -aunque con alguna dureza en los agudos- una lección de buen canto, ganándose al público en lo vocal y lo escénico. El resto de los cantantes, con correctísimas intervenciones individuales, hicieron su mejor papel como coro, al que le sacaron vocalmente un extraordinario partido, también por su experiencia como solistas. La interpretación de «Dido y Eneas» funcionó en su conjunto, y Zapico desde el clave y de espaldas al público y solistas -dirigiendo, con gestualidad muy simple, esquemática- ajustó los detalles y los parámetros globales con criterio. El grupo asturiano, que está realizando una trayectoria ascendente dentro y fuera de nuestras fronteras, jugó «en casa» con el aplauso también de su público.