Es para mí el mejor apelativo de lo que significó haberle conocido y tratado de cerca, muy de cerca: Juan Ramón es un sabio patriarca. Es todo un personaje de la Biblia gijonesa, como el Abrahán o el Jacob de la Biblia Testamentaria. Pero sabio, no en el sentido de cúmulo de saber, que lo albergaba en su prodigiosa memoria, sino de experiencias vividas, de reflexiones maduras, de haber pasado la vida por el tamiz de lo que vale la pena y lo que es peor y desprenderse de ello. Juan Ramón ha sido una de las personas que te enseñan a leer la realidad, a entender lo que pasa en la «cosa pública», a interpretar los acontecimientos del presente y su ilación con el pasado. En el grupo de los viernes era «el maestro», o uno de los dos maestros; el otro fue José Luis, el cura de San José que también nos enseñó a leer la realidad y, éste, por su oficio, a saber encajarla en esa otra realidad que es el ámbito de la fe, de lo religioso, de lo esencial.

Fue una de las primeras personas que primero conocí y me acogieron en este Gijón del alma. Me enseñó a saber respirar la brisa del Campo Valdés y a reaccionar ante lo cotidiano y lo sorprendente de la rica y variada vida de esta ciudad bellísima, grandona, gritona, acogedora, diversa, de temperamento primario, que vibra y hacer vibrar, alocada y sentimental, rabiosa y encariñada, extravertida y molinondera, conservadora y libertaria, convidadora y solidaria, de procesiones reivindicativas y religiosas, de pureza de sangre y mestiza. Todos estos genes, que los tiene, me los enseñó a detectar Juan Ramón con el microscopio de su ojo de periodista observador, sereno, objetivo, de potente lente.

Pocas personas habrán sabido más de la historia pasada y presente de este Gijón, de las personas y las familias en relación con vida ciudadana, laboral, profesional y empresarial, de los personajes singulares, de las mentalidades y de las ideologías, de las construcciones y los usos de los edificios, de las efemérides y circunstancias por las que atravesaron, gozaron o sufrieron. Era una enciclopedia viva, amena, detallista, agradable. Te informaba y te ponía al día con una descripción e información precisa, respetuosa, empatizante. Te hacía amar la ciudad llena de vida.

De su faceta de gran periodista, de su amor y vocación profesional (si algún día le hacen una estatua ¡que la merece!, tiene que ser con periódico en mano), hablarán otros con más conocimiento que yo. A mí me enseñó también a leer y descifrar las noticias y sus entresijos. Fue un Menéndez y Pelayo del periodismo. Pasó momentos de gloria y tuvo que arrostrar calvarios de exclusión, como los grandes hombres, aunque su sencillez y humildad fue mucha y admirable. Pero ni un asomo de rencor, de maledicencia, de queja. Fue persona de convicciones firmes, serías, razonadas, contrastadas, fieles, en ningún momento puestas en duda u ocultadas. También en esto fue maestro y nos dio lecciones.

Como todos, tenía miedo a este momento de la muerte. Aunque seguro de que se producirá el encuentro con el Señor de la vida, su educación religiosa, propia de su tiempo, le inducía cierto temor responsable de no saberse suficientemente preparado para este evento final. Los amigos curas, cuando salía el tema, le dábamos ánimos y José María D. Bardales, se lo describía festivo y animoso como si él lo viviera. La fe profunda abre horizontes inconmensurables y nos lanza a la feliz aventura. La que ya disfruta el entrañable Juan Ramón. En nuestra comida de los viernes, al final, él, como patriarca, pronunciaba siempre el brindis en clásico latín: «salutem plurimam». Ahora para siempre.