Consuela un poco pensar que ni siquiera Vargas Llosa se libra de proclamar solemnes vaciedades. «¡La cultura ha muerto!», clama hoy en un suplemento dominical, como antes y después hará en otros muchos lugares (está promocionando su último libro). Cito textualmente: «Eliot dijo ya en 1948: la cultura desaparecerá. Parecía una boutade y sin embargo se ha cumplido».

Pues resulta que los físicos que en el CERN de Ginebra están buscando el bosón de Higgs y otras partículas elementales no se han enterado, ni se ha enterado Carlos López-Otín, ni los departamentos de Matemáticas, de Filosofía o de Lingüística de las Universidades del mundo. Ni, por supuesto, quienes, como ayer, llenan la sala de cine del centro comercial para entretenerse con la minimalista «Traviata» que en ese mismo momento se está representado en el Met de Nueva York.

Para Vargas Llosa nada tiene que ver la verdadera cultura con lo que hoy se llama cultura y es solo entretenimiento: «Los productos de aquella pretendían trascender el presente, mientras que los productos de hoy son para ser consumidos al instante y desaparecer como las palomitas». O sea, por citar un ejemplo muy suyo, que las novelas rosas de la asturiana Corín Tellado pretendían trascender el presente mientras que las de la rumana Herta Müller pretenden ser consumidas al instante y desaparecer como las palomitas. ¡Qué cosas!

Ya no hay diferencia entre el periodismo serio y el amarillo, clama después. Parece que a él lo mismo le da leer «Le Monde», «The New York Times» o «El País» que los periódicos de Murdoch o los que entregan gratis en las esquinas.

¿Y qué vamos a decir de la literatura?, añade. Hoy ningún editor se atrevería a publicar a un autor nuevo que apareciera con una novela tan compleja como «La casa verde», por no citar las obras de Proust. Olvida que la edición del primer tomo de «En busca del tiempo perdido» se la tuvo que pagar el propio Proust, porque ningún editor, en aquellos tiempos que tanto valoraban la cultura, quiso hacerlo.

Seguir rebatiendo a Vargas Llosa resulta demasiado fácil, no tiene gracia. Confunde las grandes obras y los grandes nombres de otras épocas con lo que divertía a la gente de la calle. A principios del siglo XX, las figuras más populares en España eran las tonadilleras y los toreros, no los poetas ni los filósofos. Pero no puedo resistirme a comentar alguna otra simpleza. Ni siquiera el sexo es ya lo que era, afirma quejumbroso. Ha perdido toda su magia y su misterio, se ha convertido en algo normal y sano, y la única actividad sexual que debe ser normal y sana es la de los animales. Ahora en las escuelas hay talleres de masturbación y eso está mal porque tal práctica se debe aprender en la intimidad. ¿Qué escuelas conocerá Vargas Llosa? ¿Habrá fantaseado esos talleres o simplemente se lo habrá contado su admirada Rosa Díez para denostar al malvado Zapatero y a Bibiana Aído y otras miembras de su gobierno?

Sin secreto y clandestinidad no hay erotismo, no hay verdadero sexo (deduzco entonces que, para Vargas Llosa, no ya el matrimonio homosexual, sino el matrimonio a secas será lo más contrario al erotismo y, por tanto, a la cultura).

En fin, parece que inventó semejantes necedades para darme el placer de rebatirlas, pero no. Estas cosas -y otras iguales o peores: que no hay ética sin religión, por ejemplo- las dice muy seriamente, y mirando por encima del hombro a la vulgar humanidad, un señor que es premio Nobel, ese galardón que, como suele afirmar mi amigo Felipe Benítez Reyes, otorgan unos no siempre bien informados académicos suecos, aunque la gente y especialmente quienes lo reciben piensan que lo otorga el Espíritu Santo.

Si me pidiera consejo un alto personaje que acaba de meter estrepitosamente la pata, yo le repetiría una frase de Pep Guardiola, que no será un intelectual (esa especie en extinción, como los dinosaurios, según Vargas Llosa), pero al que, al contrario que a tantos intelectuales, nunca le he escuchado decir ninguna tontería: «Equivocarse está permitido; rectificar es obligatorio».

Cuando leo un libro, me gusta ir subrayando frases que no están en el libro, pero sí en sus márgenes. Esta vez se trata de la «Poesía vertical», de Roberto Jaurroz: «No hay mirar sin pensar». «Las puertas prohibidas siempre están abiertas». «El pensamiento es pura música». «El vacío que hay antes y después de todo no lo llena ni Dios».

Como soy un poco áspero con mis amigos, me suelen tratar de la misma manera. A las ocho de la mañana me despierta el teléfono: «¿No decías que nos librábamos de Álvarez-Cascos? ¿No cantabas aquellos de "Se va el caimán" cuando convocó elecciones anticipadas? Pues se queda, acaba de pactar con el PP».

Me imagino una broma pesada. Pero no. Me levanto de un salto, enciendo el ordenador, miro la portada digital de los diarios y el dinosaurio sigue todavía allí: la astuta serpiente, que se las sabe todas, tiene hipnotizada a la tierna avecilla popular y está a punto de tragársela de un bocado.

Después de esa llamada, vinieron otras y dos docenas de correos burlándose de mis dotes de profecía: «¿No decías que el que pactaran los de Foro y los del PP era como si pactaran Caín y Abel?».

«¡Adiós, Niemeyer, para siempre adiós!», se ríe otro. «Tendremos Centro Internacional de Avilés y Comarca para toda la eternidad».

Paso el día deprimido, hundido, exasperado, indignado. Por la tarde desisto de darme una vuelta por la librería de Valdés. Tras las elecciones le aseguré, por activa y por pasiva, que nos habíamos librado del dinosaurio para siempre, y él, con su socarrona sabiduría popular, afirmaba que no estuviera tan seguro? No me apetece nada reconocer que me había apresurado y que puede que tenga razón. Olvidaba que puede haber atolondradas gaviotas con vocación suicida.

Después del jaleo de las clases de la mañana, me gusta sentarme en el café de siempre y hojear los libros recién comprados: «Esperando a Gödel», un minucioso recorrido por las fronteras entre literatura y matemáticas, y «Pura lógica», medio millar de aforismos de Benjamín Prado. El primero comienza llevándome a uno de mis rincones favoritos: «Hay en París un puente que sin ser el más antiguo, majestuoso o relumbrante de la ciudad atrae a diario, en particular al atardecer, a numerosos paseantes que se sientan en sus escasos bancos o en el suelo de madera. Es el Pont des Arts, el puente con más encanto de la ciudad, donde abundan los artistas y se reúnen pandillas de jóvenes, una liviana pasarela que une el Museo del Louvre con la Academia de las Ciencias, reconciliando así el arte y las ciencias como habían soñado los románticos».

Alterno las apretadas páginas de Francisco González con las casi en blanco de Benjamín Prado: «A veces es necesario pararse para dejar de perder el tiempo». Eso mismo lo he afirmado yo muchas veces y de todas las maneras. Los buenos aforismos siempre se le ocurren antes a otro, aunque se le ocurran después.

-¿Interrumpo? ¿Puedo sentarme un momento?

Por supuesto. Nunca me molesta que me interrumpan, ni siquiera en la más apasionante lectura. Los libros saben esperar, jamás se les acaba la paciencia.

-¡Estoy deseando leerte este domingo para ver lo que dices del Rey!

-No diré nada. Todo lo que yo podría decir ya lo han dicho otros.

-A mí lo que más me ha gustado es la viñeta de El Roto en «El País»: «Demasiada corona para tan poca cabeza». No me puedo creer que un republicano como tú no aproveche la ocasión para ensañarse un poco.

-Soy un republicano sin prisa. En tiempos de tribulación, no hacer mudanzas.

-¡Pues tú bien que te compras una casa de un millón de euros en el sur de Francia!

-Es solo una fantasía.

-¿Entonces todo lo que cuentas en tu diario son fantasías? Pues yo no sé si serán fantasías, pero en la sesión digital creo que de «El Mundo» leí que la verdadera razón por la que habían expulsado a Garzón de la judicatura no fue la envidia de sus colegas, que también, sino que temían que, con su afán de protagonismo, aceptara una denuncia que se estaba preparando contra el Rey.

-Resultaría inviable. El Rey no es responsable de sus actos.

-Pues parece que esa cobertura legal no abarca sus actividades privadas, solo las públicas, avaladas por el Gobierno, que es quien se hace responsable. Con las noticias que traen hoy los periódicos, y que tienen su origen en la propia Casa Real, bastaría para acusarle de cohecho impropio, ese delito por el que fue procesado Francisco Camps. Al expresidente le regalaron unos cuantos trajes. Al Rey un empresario saudí, Mohamed Eyad Kayali, que hace buenos negocios en España, le invita a un safari, con avión privado incluido, cuyo coste, calculado por lo bajo, es de unos cuarenta mil euros, y parece que no lo invita solo a él, sino también a alguien de su intimidad, aunque no de su familia. Ten en cuenta que aquí, en el «caso Marea», hay quien está imputado porque, al parecer, la empresa Igrafo le pagó un viaje a Canarias de ochocientos euros.

-Del Rey prefiero no hablar, ya te lo dije.

-¡Menudo republicano que estás tú hecho!

Creo que fue en 1968 cuando leí por primera vez estos versos de Ángel González: «Yo mismo me encontré frente a mí mismo en una encrucijada». Desde entonces los he recordado innumerables veces. Ahora estoy, otra vez, ante una encrucijada.

En la noche de insomnio le doy vueltas y más vueltas a las razones para tomar un camino u otro. Sospecho que voy a acabar haciendo lo que siempre hago en estos casos: arrojar una moneda al aire. No sería tan racional como soy si no supiera que a veces la razón tiene poco que decir.

Vivía feliz y célibe en el limbo y de pronto alguien me abre la puerta no sé si del infierno o del paraíso, o de las dos cosas juntas. Lo pienso mucho sin ser capaz de decidirme, tiro luego una moneda al aire y, sin pararme a mirar si ha caído cara o cruz, cierro los ojos, respiro hondo y avanzo decidido.