Santiago de Compostela,

C. VILLAR / I. BLANCO

La historia se repite. Con el principal sospechoso del robo del Códice Calixtino, Manuel Fernández Castiñeiras, ocurre lo mismo que con los protagonistas de otros sucesos que conmocionaron a la opinión pública: sus vecinos no sospechaban que pudiera esconder un secreto similar, y la primera reacción fue de «sorpresa».

«Es una buena persona; no lo teníamos por ladrón», afirma uno de los residentes del número 27 de la calle Rosalía de Castro, en Milladoiro, donde el detenido vivía con su mujer -a la que describen como una «muy buena costurera»-, y no es el único. Sus vecinos sólo le critican que le gustaba «mandar», aunque hay que decir que el principal protagonista de la novela de misterio que tuvo en vilo a la Policía durante un año no mantenía demasiado contacto con la mayoría de los habitantes del inmueble. De hecho, «más de la mitad», explica uno de ellos, «no se hablaba con él» por un conflicto que los enfrentó cuando presidía la comunidad de vecinos precisamente por su carácter autoritario. Entonces denunció a diez de ellos, a los que «no gustaba su gestión», por «dejar de pagar la comunidad», un caso que perdió.

En el currículum de Manuel Fernández Castiñeiras, descrito como un hombre «normal», «metódico», «rutinario», «educado» y «respetuoso», de esos que dan los buenos días en el portal, figuran 25 años como electricista de la catedral de Santiago como autónomo. Un cuarto de siglo en mantenimiento es suficiente para conocer en «profundidad» los entresijos del templo, como señalaba ayer el delegado del Gobierno en Galicia, Samuel Juárez.

Según explica la Policía, Fernández Castiñeiras «falsificó un documento laboral para simular ser un trabajador fijo contratado por el templo». Estos hechos provocaron, añaden, que los responsables de la catedral «prescindieran» de sus servicios. En ese momento el electricista, señalan, llegó a reclamar 40.000 euros por «despido improcedente».

Al parecer, el electricista mantenía fuertes discrepancias con el deán, José María Díaz, responsable del archivo cuando desapareció la obra, por unas supuestas facturas que le adeudaba. Lo que son las cosas, en su casa se le incautaron 1,2 millones de euros en efectivo.

Pese a que su relación con la jerarquía catedralicia se enfrió -tanto que ya no trabajaba en la basílica desde «hacía mucho»-, la Policía constata que «continuó yendo a la catedral diariamente y participando en algunas de las rutinas religiosas». Juárez también lo resaltó: «Visitaba con asiduidad el templo».

Fuentes próximas al caso van más allá y dan fe de sus «sólidas convicciones religiosas» con hechos: era un habitual de la misa de 7.30 en la catedral -pese a disponer de iglesia parroquial al lado de casa-, aunque no comulgaba.

«Así es la vida, qué le vamos a hacer... Tuvo un fallo o una idea mala, seguramente quería tener en la estantería de su casa un libro importante como ése y se lo llevó», conjetura otro residente. La ley -al menos la de los hombres- también le ofrece, por ahora, el beneficio de la duda. Sin embargo, el propio manuscrito recoge en su apéndice, en una carta del Pontífice Inocencio II, el castigo de excomunión «a los que lo lleven o roben de la basílica del Apóstol después de que allí esté ofrendado».

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