Oviedo, Pablo ÁLVAREZ

Nunca había soñado Cristina que en una Universidad, y menos en una Universidad pública, se sentiría como en su casa. Nunca había imaginado que la dejarían hacer un examen en un despacho para evitar el agobio que le producen las aglomeraciones. Ni que le darían más tiempo para las pruebas porque cuando termina de leer las preguntas tiende a quedarse bloqueada durante unos minutos. Ni que tendría acceso a circuitos alternativos para no verse obligada a hacer cola, situación que la angustia especialmente.

Cristina nunca había soñado que, pese a sufrir el síndrome de Asperger, la Universidad de Oviedo sería para ella un hogar. Un lugar confortable en el que un buen puñado de profesores y otros empleados han hecho todo lo posible para minimizar sus deficiencias -entre las que destaca una notable dificultad para las relaciones sociales- y maximizar sus potencialidades, que no son pocas. El resultado se ha traducido en un pleno de aprobados: diez de diez.

Cristina Molina Gutiérrez y su madre, Lourdes, resumen su experiencia en el primer curso de Administración y Dirección de Empresas (ADE) en una palabra: gratitud. «Es muy difícil expresar todo lo que se ha volcado la gente con nosotros», señala Lourdes Gutiérrez, quien, de algún modo, también ha cursado la carrera con su hija, pues la ha acompañado -muchas veces físicamente- en el descomunal desafío que implicaba la incorporación a la Universidad.

La gratitud tiene como principales destinatarios a los miembros de la Oficina de Atención a Personas con Necesidades Específicas (ONEO) de la institución académica. Pero también se dirige a sujetos singulares, caso del decano de la Facultad de Economía y Empresa, Manuel González Díaz, y de la vicedecana Raquel Quiroga, y a instituciones como la Asociación Asperger Asturias.

Por poner un ejemplo significativo, Cristina padece un severo déficit de orientación espacial, por lo que fue necesario que su madre la acompañara muchas veces hasta el campus del Cristo para que ella consiguiera finalmente ir por su cuenta. Y eso contando con que no surjan contratiempos que la obliguen a variar mínimamente su itinerario, en cuyo caso se ve totalmente perdida. La familia vive en La Fresneda (Siero), con lo cual el acompañamiento tiene su miga.

Cristina tiene reconocida una discapacidad del 33 por ciento. Como en tantos Asperger -síndrome de espectro autista, pero con identidad propia-, en ella coexisten grandes fortalezas y notables debilidades. Sorprende escuchar con qué fría objetividad analiza unas y otras. «Los Asperger somos muy literales: nos lo tomamos todo al pie de la letra», explica. Como consecuencia, se llevan fatal con las bromas, pero también con las metáforas y con determinados enunciados de las preguntas de los exámenes.

«A veces, necesitamos que nos expliquen en qué consiste la pregunta, porque nos cuesta entenderla», explica Cristina. Si están en una clase de conducir y el instructor les ordena que giren a la izquierda, ellos tienden a hacerlo a las primeras de cambio, «aunque sea dirección prohibida». Si su madre les dice que les ha preparado un bocadillo para la excursión que van a emprender, ellos no pueden comprender que, al abrirlo, lo que se encuentren allí sea un sándwich. «Son cosas que tengo que trabajar mucho», admite la joven.

Lo malo del asunto -para los Asperger como para el común de los mortales, aunque de distinto modo- es que el conocimiento de las propias limitaciones no siempre conlleva la capacidad de sortearlas. Un ejemplo: a principio de curso, Cristina se sintió víctima de un cierto rechazo por parte de algunos compañeros de curso. Más tarde comprendió que, entre otros motivos, se extrañaban de que entrara en clase y no saludara. «Una cosa es saber que tienes que dar los buenos días y otra que se te ocurra hacerlo en ese momento», señala. Y apostilla que ve lógico que «a la gente le extrañe que llegues a clase y te quedes sentada como un pasmarote».

Otro lastre es el déficit de atención. «Para mí es imposible estar dos horas seguidas sentada estudiando», comenta. La planificación del tiempo y la motricidad fina (por ejemplo, para escribir) constituyen otras asignaturas eternamente pendientes.

A sus 19 años, la joven se expresa con una dicción muy nítida y lenguaje llamativamente preciso, impropio de una persona de su edad. «Empezó a leer por su cuenta a los tres años», señala su madre. Cristina es de las que se han embaulado de una sentada las sucesivas entregas de «Harry Potter». También tiene facilidad para las matemáticas: obtuvo un 10 en la PAU. «Hay un estereotipo de que a todos los Asperger se nos dan bien los números, pero no se puede generalizar», señala. La informática y los idiomas forman parte de su elenco de puntos fuertes. En la carrera de ADE, en las asignaturas basadas en el estudio de gráficas «mucha gente tenía dificultades, pero yo lo veía muy claro».

Cristina no es el único caso de Asperger en su familia. Cuando ella tenía dos o tres años, su padre empezó a notar que la pequeña tenía sus peculiaridades. «Sus» de ella y «sus» de él, pues pronto vio que esas singularidades coincidían con las que había ido apreciando en su propia persona. En efecto, María Roces, la psicóloga que diagnosticó el Asperger de Cristina después de años de peregrinaje por distintos especialistas, determinó que el padre y el hermano menor de la muchacha padecían el mismo síndrome.

Los médicos describen el Asperger con las siguientes características: falta de empatía, léxico pedante, intereses inusuales, movimientos estereotipados y torpeza motora, entre otras manifestaciones. Cristina está últimamente muy interesada en todo lo relativo «a la cultura japonesa en general». Y, de cara al futuro, le gustaría regentar una librería, si bien «sé que será muy difícil que pueda conseguirlo». Pero sobre todo ha descubierto que la solidaridad de quienes la rodean puede convertir muchos de sus problemas en retos, muchos de sus agobios en motivos de superación personal.