Craig Venter, el mago de la secuenciación del genoma humano, acaba de anunciar que este año logrará sintetizar vida. Lo dijo en el Trinity College de Dublín, la gran Universidad irlandesa, la de Swift y su fantástico Gulliver; Stoker, que alumbró a Drácula; Wilde y las transgresiones infinitas, y Becket, que sigue esperando al fantasmal Godot.

Y lo anunció ante Watson, que descubrió en 1953 la estructura de la cadena de ADN y que no le dedicó precisamente elogios. «Craig no es mi amigo, no va a cambiar el mundo», sentenció el anciano sabio. Una cita de genios y monstruos para una novedad tan maravillosa como inquietante.

El estadounidense Venter, premio «Príncipe de Asturias» de Investigación Científica y Técnica 2001, está empeñado en lograr una forma viva a partir de materia inanimada mediante síntesis. Un experimento radical. Piensa en una célula ya que es la forma más elemental de vida. Y para maximizar esfuerzos, trabaja simultáneamente en tres diseños distintos -siempre mediante simulaciones por ordenador- en la esperanza de que al menos uno alcance la meta deseada. Cuestión de probabilidades. Después deberá llevarlo a la práctica material, más allá de los dibujos en pantalla.

Cada diseño está, a su vez, pensado con los genes imprescindibles para que haya vida. La simplicidad manda en toda esta aventura.

Hace dos años y después de varios lustros de investigaciones, Venter logró fabricar en el laboratorio el ADN completo de la bacteria «Mycoplasma mycoides». Para simplificar, digamos que de una bacteria A. La tarea fue hercúlea. Después lo introdujo en una nueva célula, que haría la función de recipiente. Esa nueva célula era de la especie denominada «Mycoplasma capricolum» -de una bacteria B- que previamente fue vaciada de su propio material genético. A partir de ese momento, ya que la prueba tuvo éxito, se pudo empezar a hablar con cierta propiedad de una forma de vida sintética que, en última instancia, procedía de apenas un puñado de productos químicos.

Efectivamente, el equipo de Venter montó, pieza a pieza, cada una de las unidades básicas del ADN de la bacteria «Mycoplasma mycoides», de la bacteria A. Después vaciaron de material genético la célula de una bacteria de otra especie -la señalada como B- e introdujeron en su lugar el código genético que habían sintetizado, que habían montado unidad a unidad. El nuevo programa genético trasplantado se apoderó del conjunto de la nueva bacteria -de la B-, que perdió totalmente su identidad y empezó a tener la apariencia y las funciones propias de una bacteria de la especie «Mycoplasma mycoides» -la bacteria A-, cuyo material genético había sido construido en el laboratorio.

Ante las dudas de orden moral o simplemente ante la natural prudencia frente a novedades tan acusadas, Venter abrió al público el abanico de las aplicaciones para compensar los miedos. «Ésta es una potentísima herramienta», indicó, «para decidir qué queremos hacer en el campo de la biología. Estamos desarrollando en estos momentos la utilización de algas capaces de capturar CO2 y de transformarlo en hidrocarburos que pueden ser procesados en las refinerías ya existentes. Eso evitaría tener que sacar más petróleo del suelo». Un negocio fantástico.

También puso el acento en las posibilidades de combatir el cambio climático con la vida sintética: «No hay ninguna alga natural que conozcamos que pueda hacer esto», que pueda absorber gases nocivos «en la escala que nosotros necesitamos, así que tendremos que usar las nuevas técnicas de genómica sintética para desarrollar nuevas algas a partir de las que ya existen o desarrollar otras nuevas que tengan las propiedades que queremos que tengan. Creo que lo más importante es que estamos entrando en una nueva era científica, limitada sólo por nuestras imaginaciones», añadió.

En todo caso, aun estaba a un paso, y no corto, de sintetizar una sustancia con las propiedades de la vida: movimiento, reproducción, alimentación... En Dublín, en la reciente cita del Trinity College, fue distinto. Dos años no han pasado en balde. Venter pronunció la frase decisiva durante su conferencia: «La vida digital y la real se acercan cada día más».

Ciertamente, la ciencia más actual, sea la física de las partículas elementales que entregan a otras partículas determinadas propiedades -el bosón de Higgs, tan de moda, da la masa-, o sea, la biología molecular, donde hay aminoácidos mensajeros y códigos, está centrada en metáforas de la comunicación que tienen pretensiones de realidad plena y, efectivamente, así es a juzgar por los impresionantes resultados.

El código genético sería una de esas metáforas de comunicación que se vuelven ciertas y reales. Todo se puede reducir a información y por lo tanto a bits de información. La vida en último término es un paquete de datos materiales. El caso es saber cuáles son los datos importantes y significativos y cómo enlazarlos -en qué orden y mediante qué mecanismos- con otros tramos de información material significativa. «De los 500 genes que manejamos en origen para determinar los que son esenciales para la vida hay algunos cuya función todavía no conocemos», ha dicho Venter, que, sin embargo, espera en menos de seis meses llegar al Santo Grial. Quiere llegar desde cero, sólo desde materiales inertes, a la síntesis de una célula, la forma más elemental de vida, pero en todo caso de vida plena e indiscutible.

El debate no ya científico sino filosófico puede quedar arrumbado porque la definición común de vida es sólo funcional, y si lo que construye Venter funciona, es vida y punto. Unos cantarán al científico americano como el nuevo Prometeo que ha robado el fuego a los dioses, y otros lo maldecirán como una nueva versión, temible por exitosa, del doctor Frankenstein. En todo caso, en el Trinity College están acostumbrados a sorpresas aun mayores, siquiera sea por parte de narradores y escritores.