Cerró el domingo su temporada de ópera el madrileño teatro Real, y lo hizo acudiendo a un título que está teniendo cierta repercusión en determinados circuitos líricos como es «Ainadamar», del compositor argentino Osvaldo Golijov. Conocía el título sólo por la grabación discográfica, y tenía interés en asistir a una representación escénica del mismo, porque los registros discográficos no siempre hacen justicia a la ópera de nuevo cuño. Sin embargo, en el caso que nos ocupa, poco más se añade a la audición, puesto que ni la música de Golijov -que tiene otras creaciones de bastante mayor interés- ni el aberrante e insulso libreto de David Herny Hwang -traducido al español por el propio Golijov- dan mucho más de sí en vivo.

La figura de Federico García Lorca, su inmensidad estética como poeta y dramaturgo, tiene que luchar constantemente contra una especie de «canonización» internacional que poco aporta más allá de los lugares comunes. En el libreto de «Ainadamar» hay pasajes de Hwang que sonrojan por su puerilidad, por acudir al tópico con una desvergüenza que espanta. Flaco favor le hace esta obra a Lorca o a la gran Margarita Xirgú -el argumento se sustenta en la relación entre ambos- y sin duda se me ocurren más de media docena de escritores españoles lo suficientemente documentados para abordar el tema con la dignidad que merece la inmensidad de la figura y el legado lorquianos, su muerte bárbara y cruel, y la modernidad de su escritura viva, cada vez más necesaria según pasa el tiempo.

Tampoco la partitura de Golijov es una de sus más inspiradas creaciones. Funciona en su mezcla estilística, en la búsqueda de la raíces, en sus rasgos aflamencados, pero salvo dos o tres escenas más efectistas, el trazo es débil en este drama lírico de entidad discreta.

Eso sí, el Real puso a disposición de la obra elementos que ayudaron, y mucho, a elevar el listón de calidad. En primer lugar, una decisión que se convirtió en el acierto de la velada. El personaje de Margarita Xirgú se desdobló, y Nuria Espert recitó poemas del «Diván del Tamarit» que helaban la sangre por la belleza de su dicción y la convicción con la que ella sabe desgranar a un autor que interpreta ya de forma legendaria. La presencia de Espert -icono esencial de la cultura teatral europea- es el fuego que aviva la obra con una intensidad abrasadora.

El reparto vocal funcionó con eficacia, especialmente, Jessica Rivera como la Xirgú y, desde la corrección, Kelley O'Connor como Lorca y Nuria Rial como Nuria. Al frente de la orquesta, Alejo Pérez hizo que todo funcionase con pulcritud exquisita, pese a la amplificación de conjunto -muy cuidada técnicamente, pero absolutamente fuera de lugar en el contexto de la representación.

Aciertos también se dejaron ver en la tensa puesta en escena de Peter Sellars, asentada sobre una escenografía pictórica de ese artista iconoclasta que es Gronk. Los recursos de Sellars se percibían en el perfecto manejo de los personajes y las situaciones, en la recreación de una atmósfera lorquiana de fuerte tensión dramática.

Al final la pared del fondo se levanta y se contempla la plaza de Isabel II, por la que se coló una pancarta -imagino que portada por personas vinculadas al teatro- con protestas sobre su situación. Sólo alcancé a leer la palabra «ruina». Para otra ocasión sería recomendable asirla de manera más alta para mejor comprensión por parte del público. Curioso cierre de temporada.