Como es bien conocido y ya se ha comentado también en este periódico, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo ha reiterado, en sentencias del 23 y del 24 de julio, que los centros educativos privados que estén financiados con fondos públicos no pueden llevar a cabo una enseñanza que separe a niños y niñas. El Supremo no rechaza que exista ese tipo de segregación, pero concluye que, con arreglo a la legislación vigente, los centros que opten por el modelo de enseñanza diferenciada no pueden ser concertados y por ello no pueden ser sostenidos con fondos públicos.

Si el debate jurídico se limita a lo que plantea el Tribunal Supremo, una eventual reforma legislativa podría permitir dicha financiación. Y el cambio legal parece estar entre los planes del Gobierno si se atiende a lo que ha comentado el ministro de Educación. Pues bien, lo que convendría aclarar es si estamos ante un mero debate de legalidad -la financiación de esa enseñanza depende de lo previsto en la ley- o si es una cuestión de constitucionalidad, para lo que habría que determinar si dicha técnica pedagógica es compatible con la educación como derecho fundamental protegido por la Constitución española (CE). Y, en mi opinión, el auténtico debate es el relativo a la compatibilidad de ese tipo de enseñanza con nuestro sistema constitucional.

Antes de continuar mencionaré un antecedente histórico no idéntico al caso que nos ocupa, pero sí con cierta relación: en 1896 el Tribunal Supremo de Estados Unidos («caso Plessy vs Fergusson») analizó si una ley de Louisiana que establecía en los trenes vagones separados para negros y blancos era constitucional. El Tribunal admitió su validez, pues se garantizaba un servicio similar para una y otra raza -«separados pero iguales»- y rechazó que los prejuicios sociales se superaran promulgando leyes y mezclando razas: la igualdad es «el resultado de afinidades naturales, del reconocimiento de los méritos de cada uno y del libre albedrío de las personas». No digo que los defensores de la enseñanza diferenciada siguen la doctrina del «caso Plessy», pero, guardando las distancias, sí invocan argumentos similares: próximos a la idea del libre albedrío están la apelación a la libertad de enseñanza, la de creación de centros docentes o la de los padres para dar a los hijos la formación religiosa y moral acorde con sus convicciones; y no muy lejana de las afinidades naturales y los méritos de cada uno está la supuesta bondad que esta enseñanza aportaría al aprendizaje.

Las libertades de enseñanza, de creación de centros docentes y la de los padres para dar a los hijos la formación religiosa y moral acorde con sus convicciones están amparadas por el artículo 27 de nuestra Constitución, pero han de interpretarse conforme al mandato que impone a la educación -concepto más amplio que la enseñanza-, «el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales» (artículo 27.2).

Y es que, como ha dicho el profesor Benito Aláez, sólo orientando el contenido del derecho a la educación a la formación en el ideario democrático de la Constitución es posible proteger los intereses del menor de edad y garantizar, con ello, el progresivo ejercicio por sí mismo de sus derechos fundamentales. Dicho ideario democrático se nutre, en primer lugar, de los valores superiores de nuestro ordenamiento, que no en vano son la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político (artículo 1.1 de la Constitución española). En segundo lugar, se deben proyectar en él la dignidad de la persona y el libre desarrollo de la personalidad, que, de acuerdo con el artículo 10.1, «son fundamento del orden político y de la paz social». En tercer término, debe respetarse la prohibición de discriminación -tratar de manera diferente situaciones similares sin motivos objetivos y razonables que lo justifiquen- por razón de sexo reconocida en el artículo 14 de la Constitución española. Y lo que sí justifica constitucionalmente un trato diferenciado es el mandato dirigido a los poderes públicos de «promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas», removiendo los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitando la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social (artículo 9.2 de la Constitución española). Pero, precisamente en la educación obligatoria de los menores de edad, parece que la consecución de la igualdad real de hombres y mujeres presupone su educación conjunta y no separada.

En lo que respecta a las supuestas diferencias entre niños y niñas a efectos de separarlos para su mejor aprendizaje, convendría recordar, como ha hecho el Tribunal Constitucional (STC 198/1996) en relación con las cuestiones físicas, que «la menor fortaleza física y mayor debilidad de la mujer en relación al varón, como algo que corresponde a la naturaleza de las cosas, puede constituir un prejuicio desde el que podría llegar a entenderse, infundadamente, que la diferencia física es suficiente para justificar una prohibición del acceso de las mujeres a determinados puestos de trabajo».

Es cierto, como ha mencionado el ministro de Educación, que la Convención relativa a la Lucha contra las Discriminaciones en la Esfera de la Enseñanza, de 1960, no considera discriminación «la creación o el mantenimiento de sistemas o establecimientos de enseñanza separados para los alumnos de sexo masculino y femenino, siempre que ofrezcan facilidades equivalentes...». Pero se trata de una excepción al concepto de discriminación que prevé esa Convención que, tomada aisladamente, reduce la configuración democrática de la educación prevista en nuestra Constitución.

Además, para interpretar el derecho fundamental a la educación también hay que tener presente la Convención para la eliminación de toda forma de discriminación contra la mujer, que impone a los estados «la eliminación de todo concepto estereotipado de los papeles masculino y femenino en todos los niveles y en todas las formas de enseñanza, mediante el estímulo de la educación mixta y de otros tipos de educación que contribuyan a lograr este objetivo». De acuerdo con dicha Convención, casualmente no citada por el ministro de Educación, España está obligada a eliminar los estereotipos masculino y femenino mediante los instrumentos que contribuyan a ese fin, mencionándose expresamente la educación mixta.

Los colegios que optan por la enseñanza diferenciada ponen en primer plano el criterio del sexo de los estudiantes, pero aquí el Estado español tendría que aplicar la reiterada doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que considera el sexo, la raza, la lengua, la religión, las opiniones políticas... «circunstancias sospechosas», ante las cuales únicamente razones muy fundadas permitirán estimar que el trato diferenciado es compatible con la no discriminación. Y no son razones fundadas las libertades de enseñanza y creación de centros docentes o un supuesto mejor aprendizaje frente a la configuración democrática de la educación que prevé nuestra norma fundamental.

La doctrina «separados pero iguales» fue revocada por el Tribunal Supremo de Estados Unidos en 1954 en el histórico «caso Brown», donde se juzgó la separación racial en las escuelas. Dijo entonces el Tribunal que la educación era probablemente la función más importante de la Administración y valoró su importancia en una sociedad democrática como el fundamento básico de una auténtica ciudadanía. Y se preguntó el Tribunal si era discriminatorio segregar a los niños por razas, aunque los medios materiales fueran equivalentes. Su respuesta fue que en la enseñanza no tiene cabida la doctrina «separados pero iguales», pues es intrínsecamente desigualitaria.

Algo similar se podría decir hoy en España sobre la separación por sexos en la enseñanza si la analizamos, como corresponde, a la luz del mandato constitucional de que la educación sirva al pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y las libertades fundamentales.