De las muchísimas páginas que escribió Cristóbal Serra a lo largo de su vida, la más difundida es media página que Octavio Paz escribió sobre él, calificándole de «ermitaño». Más bien debería haberle llamado alquimista; de hecho, su «obra completa», que reúne material publicado entre 1957 y 1996, lleva por título «Ars Quimérica». Aunque cuando se publicaron estas «obras completas» aún le quedaban a Serra, felizmente, dieciséis años de vida, por lo que no son «obras completas». Publicaría aún dos libros fundamentales, «Efigies» (2002) y «La flecha elegida» (2006); una antología de su obra, «El don de la palabra» (2004), y, finalmente, «El canon privado de Cristóbal Serra» (2007), «Tanteos crepusculares» (2007), donde me dedica varias páginas, y «Álbum fotográfico», en el que incluye varias cartas y artículos míos. Con una obra muy sólida, muy coherente, absolutamente original y personalísima tanto por las referencias literarias como por su insobornable independencia artística, bien podía ser Cristóbal Serra uno de los mayores y más sugestivos escritores españoles de la segunda mitad del siglo XX y, sin duda alguna, el más desconocido. Octavio Paz escribió a propósito de él que «la literatura española es la imagen misma del aislamiento». Y más si el escritor se aísla en una isla y no desciende al mundo donde medran los triunfadores. Pero él sabía que esa clase de triunfo no se logra escribiendo, que es de lo que se trata si se es escritor, sino haciéndose ver y dejándose ver. Para eso habría que ir a Madrid dando a entender que se tiene mucha familiaridad con los mundillos de París y Niu Yor, pues a pesar del «Estado de las autonomías» (según mandato constitucional, que decía el otro), el mundillo literario está bastante centralizado, por lo que Serra prefirió quedarse en Palma de Mallorca, donde pudo vivir con sosiego, escribir a su gusto y vivir hasta los noventa años, porque la vida sedentaria es salud. Aunque la independencia, la original y la calidad extraordinaria de la obra se pagan muy caro, al tiempo que triunfa la prosa plana y la actitud acomodaticia y a la moda de los escritores más reconocidos, desde Torrente Ballester hasta Vargas Llosa. En el prólogo a «Ars Quimérica», Basilio Baltasar escribe sobre «el destino de los raros», que es ser ignorado y vivir en paz, porque «Cristóbal Serra no quiere dominar a los hombres», sino que se limita a ser «escrutador de la minucia». Ni escribió ni leyó según la moda: leyó en la Biblia (sobre todo Job y el Apocalipsis), en Chuangsé, en los jasídicos, en Fray Luis de Granada, en Quevedo, en Swift, en Blake, en Vauvenargues, en Edward Lear, en Michaux, en Joseph de Maistre, en Baudelaire... Obras eternas e intemporales, lo contrario de la moda. Como la propia obra de Serra, que hizo filosofía del asno y de Péndulo y reescribió muchos libros sagrados. Ignacio Soldevilla le hizo justicia, situando sus libros «La noche oscura de Jonás» y «Viaje a Cotiledonia» entre las obras narrativas más singulares de nuestra lengua. Aunque Serra no se consideraba narrador, ni pretendía serlo.