La fascinación por la gravedad acompaña al ser humano desde siempre: gracias a ella existen los conceptos de arriba y abajo y el aprendizaje de sus efectos comienza en la más tierna infancia arrojando objetos al vacío. El salto en caída libre del austriaco Felix Baumgartner -desde una altura superior a la de cualquier avión comercial- y los millones de personas que lo siguieron en directo evidencian aun más esa mágica atracción. Con todo, aunque convivimos a diario con la gravedad, persisten algunas ideas equivocadas sobre ella. La hazaña de Baumgartner fue, también, una excelente clase de física.

Los globos se utilizan en numerosos experimentos científicos que requieren colocar instrumental en capas altas de la atmósfera. Cualquiera puede tener en su mano lo necesario para enviar uno a gran altura. Están rellenos de helio, un gas muy ligero y no inflamable. Otro gas utilizado para ese fin es el hidrógeno, pero arde con mucha facilidad: recuerden el incidente del «Hindenburg» que puso fin a los dirigibles.

El globo, precisamente, determinó desde el principio a qué altura podía ascender Baumgartner. Sus dimensiones, el peso de la cápsula y la cantidad de gas incorporado son la clave. El ascenso se debe a que el gas es menos denso que el aire que le rodea, por lo que experimenta un empuje hacia arriba similar al que sucede cuando hundimos un corcho en agua. Cuando esa fuerza es superior a la de la gravedad, el resultado es un continuado ascenso.

En su camino hacia la estratosfera, la cápsula sufrió importantes cambios de temperatura. En nuestra atmósfera el termómetro desciende a medida que nos elevamos hasta los 50 grados bajo cero a los 10 kilómetros de altitud. Después se mantiene estable, hasta que vuelve a aumentar a mayor altura sufriendo posteriores variaciones. Pero el principal peligro para Baumgartner era el cambio de presión.

La presión atmosférica que percibimos en tierra firme se debe al peso de todo el aire que tenemos encima. A mayor altura, esta presión se hace menor y produce importantes efectos: por ejemplo, causa que el agua hierva a menor temperatura. A nivel del mar, la ebullición del agua se produce a 100 grados centígrados, pero en México, por ejemplo, ocurre a 93 grados. En nuestras ollas domésticas el agua hierve a más de 120 grados, precisamente porque la presión en el interior es superior a la atmosférica. De ahí que fuera muy importante que la cápsula estuviera herméticamente cerrada. De ese modo, el saltador se encontraba sometido a una presión similar a la de la superficie terrestre.

Esa presurización fue vital a partir de los 19.000 metros de altura, donde se encuentra la denominada «línea de Armstrong». A esa altitud la presión es una dieciseisava parte de la que existe a nivel del mar y el agua hierve a la temperatura del cuerpo humano (37º C). Una persona sin un traje presurizado percibiría cómo el agua de sus mucosas (ojos, nariz, boca) hierve y la falta de oxígeno le causaría la muerte.

El cambio de presión también fue el causante de que el globo aparentara estar más hinchado a mayor altura. A medida que la presión atmosférica disminuye, el gas en el interior del globo se expande. El proceso de ascenso no es eterno. Termina en el momento en el que el empuje debido a la diferencia de densidad se equilibra con el peso del gas, el globo y la cápsula. De ahí el período de estabilización con ligeros ascensos y descensos. Si por alguna extraña razón Baumgartner hubiese decidido no saltar, habría permanecido flotando a unos 39.000 metros. Esa altura estaba determinada por la cantidad de gas ligero empleada.

Entonces, ¿a dónde van los globos que se les escapan a los niños? La mayoría de ellos explotan a gran altitud. La cubierta no es capaz de resistir el aumento de volumen del gas (recuerden que los globos de feria están siempre inflados al máximo). En el hipotético caso de que un globo no explotara, permanecería flotando hasta que el gas interior terminase por filtrarse a través del recubrimiento.

El saltador austriaco se tomó su tiempo en salir al exterior. Antes fue precisa una importantísima descompresión. La cabina se hallaba a una presión suficiente como para hacerla habitable, pero para salir a la atmósfera fue necesario igualarla a la exterior. De no hacerlo, la cápsula estallaría: todo su contenido resultaría absorbido con gran fuerza. Además, el traje de Baumgartner necesitó de una fuente de oxígeno propia y permanecer completamente sellado para evitar que la baja presión matase al paracaidista.

Una vez despresurizada la cabina y con la escotilla abierta, Baumgartner se enfrentó a la implacable y severa ley de la gravedad. Hace más de trescientos años que Newton planteó que los cuerpos caen debido a la atracción de la Tierra. Es una propiedad inherente a todo cuerpo con masa. El influjo gravitatorio se extiende a gran distancia. A la altura a la que Baumgartner se encontraba, la fuerza gravitatoria era poco menos de un 4 por ciento más liviana que en la superficie. Incluso a los 400 kilómetros de altura a los que se encuentra la estación espacial ISS el valor de la gravedad es comparable al de la superficie terrestre. Es falsa la idea común de que los astronautas se hallan en ingravidez, ajenos al campo terrestre. La fuerza atractiva de la Tierra es muy significativa a gran distancia: lo suficiente como para hacer que la Luna gire a nuestro alrededor.

Los astronautas de la estación espacial permanecen flotando por otra razón: su nave orbita alrededor de la Tierra. Así, desde su sistema de referencia, la atracción gravitatoria permanece compensada por la fuerza centrífuga del giro, que es una fuerza inexistente y aparente, pero que perciben en su sistema de referencia. Igualmente, cuando vamos en coche y damos una curva, sentimos una «fuerza» que nos empuja hacia fuera. En realidad, no es más que nuestra tendencia natural a seguir en línea recta. En rigor, lo cierto es que los satélites y naves que orbitan están en permanente caída libre, debido al efecto de la gravedad. Lo que ocurre es que su velocidad de giro hace que su trayectoria de caída no pase en ningún momento por nuestro planeta, que es esférico.

Imagínense en un ascensor sin ventanas que se precipita al vacío. En el interior, los pasajeros percibirían que súbitamente desaparece la gravedad, flotarían en el interior antes del monumental castañazo. En realidad, sí están bajo el efecto de la gravedad, pero no desde su punto de vista. Otro tanto ocurre con los astronautas. Si las naves espaciales no orbitasen a la velocidad precisa, caerían tan a plomo como Baumgartner. Y si no hubiese gravedad terrestre, proseguirían en línea recta perdiéndose en el espacio.

Otra cuestión: el traje especial salvó la vida al paracaidista. También es falso el mito de que en el vacío una persona explota, pero sí sufre graves y mortales consecuencias. Hace 50 años, un fallo en el guante derecho de Joseph Kittinger, el hombre que poseía el récord de salto de máxima altura hasta el pasado domingo, ocasionó que su mano se hinchase hasta el doble de tamaño. A baja presión surgen burbujas de aire en la sangre que causan embolias fatales. También, al hallarse por encima de la capa de ozono, el traje y la visera reflectante del casco redujeron el efecto de la radiación ultravioleta. Así, convenientemente a salvo y a una presión saludable, Baumgartner sólo debía dar un pequeño salto.

A mayor altura, más dura será la caída. Ésa es la imagen popular, pero tampoco es cierta. Lo es en el vacío (la gravedad causa una aceleración), pero no cuando un cuerpo se precipita en la atmósfera. El aire ocasiona un rozamiento que, a la larga, estabiliza la velocidad de caída (llamada velocidad límite). Ésta depende de varios factores, como el peso y forma del objeto. ¡Si no fuera así, las gotas de lluvia serían peligrosas balas supersónicas capaces de taladrarnos!

Una persona en caída libre desde las capas bajas de la atmósfera no supera una velocidad de unos 200 kilómetros por hora. Las gotas de lluvia caen a aproximadamente 30 kilómetros por hora.

Entonces, ¿cómo pudo Baumgartner superar la velocidad del sonido? Gracias a la gran altitud a la que se encontraba y no porque con ello adquiriese más velocidad por ser más larga la caída. En las capas altas de la atmósfera, al existir menor presión, la resistencia del aire es prácticamente inapreciable. Allí, pues, un objeto en caída adquiere mayor velocidad límite. De hecho, el paracaidista logró batir el récord de velocidad (1.350 kilómetros por hora) al caer los primeros 10.000 metros en unos 40 segundos. Sin embargo, al adentrarse en las capas bajas, la resistencia comenzó a frenarlo.

Además, la velocidad del sonido depende de la densidad del aire. El sonido no es más que ondas de presión que se transmiten a través de un medio. En el vacío absoluto sólo cabe el silencio. En el agua, el sonido viaja mucho más rápido que en el aire y todos tenemos en mente la imagen de quien detecta si se aproxima un tren poniendo la oreja sobre los raíles de la vía vacía. A la altura a la que Baumgartner inició su caída, la velocidad del sonido es de unos 1.082,9 kilómetros/hora, frente a los 1.234,8 Km/h a nivel del mar. En cualquier caso, superó ambas marcas.

La caída tampoco fue tan simple como lanzarse y esperar el momento oportuno para abrir el paracaídas. Los giros durante el descenso pueden resultar muy peligrosos. A gran velocidad, el rozamiento desestabiliza al paracaidista y todos pudimos ver el momento en que Baumgartner comenzaba a dar vueltas sin control. La fuerza centrífuga puede llegar a ser descomunal causando que la sangre se acumule en las extremidades o en la cabeza, causando hemorragias o pérdida de conocimiento.

No fueron pocos, pues, los riesgos que asumió Baumgartner en una hazaña más mediática y espectacular que otra cosa, aunque fuera una excusa perfecta para asistir a una buena lección de física básica y comprobar cuántos parámetros y circunstancias fue necesario evaluar para lograr algo tan aparentemente sencillo como dejarse caer.