El lunes 11 de febrero, a la siete de la tarde, una dura tormenta con fuertes aguaceros y gran aparato eléctrico descargó sobre Roma, cuando los romanos estaban todavía impresionados por la noticia de la dimisión del Papa. Un rayo nitidísimo y potente rasgó la oscuridad que envolvía la basílica de San Pedro, cayendo sobre el pararrayos de su cúpula. Se vio desde muchos sitios y lo divulgaron infinidad de medios audiovisuales. No faltaron interpretaciones fenomenológicas de viejo estilo sobre esta manifestación, porque en el consistorio de la mañana un cardenal había comparado el inesperado anuncio del Papa con un rayo caído del cielo. En cualquier caso, esta imagen extraordinaria marcará simbólicamente el recuerdo de un acontecimiento trascendente en la historia del Papado.

Por más que algunos quieran ahora jugar a profetas diciendo que la dimisión de Benedicto XVI estaba cantada, la verdad «verdadera» es que nos cogió a todos por sorpresa. Yo estaba en la Biblioteca Francesa del Palazzo Farnese y sentí cuatro llamadas seguidas en el móvil justo entre las doce y media y la una. Me asusté, pensé en seguida en Asturias y salí rápido de la sala para tratar de averiguar qué habría sucedido. Provenían de un periódico asturiano, con el que traté inútilmente de conectar. Cuando llegué a mi residencia de la Iglesia española, conocí la gran noticia. Todos mis colegas, yo el primero, quedamos desconcertados y sorprendidos por el calado del inesperado anuncio.

Mi deformación profesional, me refiero a la de historiador, rebobinó en seguida la historia de la Iglesia para tratar de encontrar gestos similares en las efemérides papales, y muy pronto me acordé de algún pontífice de los primeros siglos, en plena persecución martirial, que había dejado la silla de Pedro; o de la época triste de los siglos X-XI, que solemos conocer como «siglo de hierro del Papado», y también me topé con dos casos extraños. Pero habían sido abandonos forzados, no por decisión libre de aquellos papas.

La historia de Celestino V a finales del XIII fue ligeramente distinta: aquel pobre ermitaño -el Papa angélico- que llegó a la sede de Pedro a los 80 años (1293), rodeado de monjes y ermitaños como él, quizá tan santo como incapaz de entender la compleja gobernación de la silla de Pedro -«quiso hacer muchas cosas que dañarían la dignidad de la Iglesia romana, sin madurez ninguna y completamente alejadas de los usos de la curia», como dice un cronista de la época-, después de unos meses desastrosos de pontificado renunció al Papado, presionado por los que hoy llamaríamos «el grupo de los prudentes y seguros en la Santa Iglesia de Dios». Entre ellos se encontraba una personalidad descollante, Benedicto Gaetani, el futuro sucesor, Bonifacio VIII, determinante en la decisión del bueno de Celestino.

La historia personal de la renuncia de Benedicto XVI nada tiene que ver con la del ingenuo ermitaño de Morrone. Por la tarde del mismo lunes, día 11, examinamos todos con atención y devoción el texto latino de la dimisión, leído por el Papa al final de una congregación convocada para la canonización de tres nuevos santos, breve, sencillo, cursivo y claro, escrito en un latín elemental, quizá de la mano del mismo Pontífice, donde se formulan las motivaciones de su grave decisión: «Con el peso de la edad ("ingravescente aetate"), mis fuerzas no son ya suficientes para ejercer el ministerio de Pedro». Y esta debilidad personal, según la confesión explícita y conmovedora del propio Papa, «se había agravado los últimos meses», hasta el punto de que el «vigor del cuerpo y del alma de tal manera han disminuido que debo reconocer mi incapacidad para desempeñar bien el ministerio que me ha sido encomendado».

La motivación inmediata de la decisión es indiscutible, porque la formula su propio responsable con una humildad realista, sencillamente conmovedora y ejemplar. Las causas más remotas de su endeble estado de salud están en el pensamiento de todos: el amargo dolor sufrido por los graves problemas de la «pederastia» de un número elevado de sacerdotes, los escándalos y disensiones de la curia romana, alguno protagonizado por personas que él trataba familiarmente, los prometeicos esfuerzos de los encuentros ecuménicos y de los viajes apostólicos por todo el mundo, previsiblemente mucho más exigentes en el año de la fe convocado por él mismo. Sin negar que cada uno de ellos influyera de forma negativa en el alma y en el cuerpo de un anciano de 85 años, ninguno, sin los otros, explicaría plenamente el hecho de la dimisión. Pero sí todos en conjunto.

Por otra parte, en una personalidad tan reflexiva y atenta a la evolución de la cultura y la ciencia contemporáneas como es la de Joseph Ratzinger, tienen que pesar también dos notas destacadas que configuran esas realidades, mencionadas de pasada por él también en el breve capítulo de las motivaciones: «Las rápidas mutaciones del mundo de nuestro tiempo, sujeto a cuestiones de gran peso ("pondere")». En efecto, todos, o muchos, experimentamos con frecuencia el vértigo que produce una historia y una cultura que evolucionan con enorme rapidez. Tenemos la sensación de vivir cada día, cuando nos asomamos a los medios de comunicación de cada mañana, instalados en el cambio. Y eso puede producir la autoconciencia de incapacidad, de agotamiento o de insufrible cansancio individual. ¡Cuánto más en el Pontífice de Roma, con muchos años a cuestas y el peso de la Iglesia universal sobre sus espaldas! ¿Cómo evangelizar desde el interior de esa cultura esencialmente dinamizada por el cambio? ¿Cómo acercarse de nuevo a quienes esos imperativos fundamentales de la ciencia les han alejado del Evangelio y de las propias creencias? Si estos signos de nuestros tiempos nos preocupan a cada cristiano responsable de su fe, cuanto más a un Papa que sabe calibrar, como el más lúcido, la profundidad de tales retos.

Decía el arzobispo de Cracovia estos días que Juan Pablo II había preferido seguir clavado en la cruz del Pontificado hasta el final, hasta el último suspiro, antes de bajarse de la sede de Pedro. No sé si se trata de una observación crítica al Papa que va a dejar la cruz del propio Pontificado cerrando su historia de obispo de Roma el próximo día 28. Yo, personalmente, no la critico, ni considero mejor la decisión de su antecesor. Y estoy muy lejos de repetir el juicio despiadado de Dante, que en su «Divina Comedia» arrojaba a Celestino V en los infiernos. Y si tuviera que formular una opción, siempre fácil cuando se trata de otros, apostaría por la del Papa Benedicto. Admiro su gesto de humildad radical que parte de la toma de conciencia de sus propias y mermadas posibilidades existenciales en relación con el bien de la Iglesia. ¿No decía la Santa de Ávila que la humildad era la verdad?

Confieso que me gustó vivir en Roma estos días como observador de tantas novedades. Y me fijé con atención en la variopinta galería de reacciones, protagonizada por representantes de los más diferentes sectores. Mucha gente sencilla siente que se les vaya este Papa. Lo consideraban ya algo propio, aunque tuviera origen alemán. Se habían familiarizado con su figura y su manera de ser. Lo querían. Del sucesor ya se verá... Aquella misma noche, por ejemplo, dos chicas jóvenes -una era médico que acababa de dejar su trabajo en el hospital- rezaban el rosario, a la intemperie y al frío en la plaza de San Pedro, ante la ventana del palacio pontificio. En general, he observado que todos valoran muy positivamente la decisión pontificia, susurrando en voz baja o en tono mayor: «Ya podían aprender de él, de su renuncia, los políticos y otros cargos públicos tan aferrados al poder y a la poltrona». Eso está completamente acertado, pero lo más importante seguramente es el camino que se abre en la Iglesia con su renuncia. Desde ahora, el final de los pontificados no pasará por períodos de minusvalías o enfermedades de larga duración.

Un magnífico programa de RAI 1 («De porta a porta»), de la noche del mismo día de autos, me pareció muy expresivo socialmente y ejemplar por el tono de todos los concurrentes. Lo integraban políticos, alguno de ellos, como el ex alcalde de Venecia, proveniente del PC italiano; intelectuales, como un filósofo no cristiano llamado Casciari, entre otros; personas más populares, y entre todos y con más participación que los demás, justificada por su cargo, el padre Lombardi, responsable de la oficina de prensa del Vaticano. Conducidos por su eficaz presentador, Bruno Vespa, se manifestaron con extraordinaria naturalidad, sin extraños exabruptos, respetándose, sin planteamientos poco fundamentados o frívolos, matizando «a la manera italiana» todas sus expresiones y con un denominador común: el respeto a la decisión personal de un hombre en uno de los puestos de responsabilidad mayor del mundo, que acababa de confesar con valentía su incapacidad para conducir con el vigor necesario la nave de la Iglesia. Me acordaba con tristeza del talante de muchos de nuestros programas de televisión -especialmente de las conocidas tertulias-, de juicios de periodistas que aparecen con frecuencia en nuestros diarios opinando de lo divino y lo humano con tanta rotundidad y atrevimiento como ligereza y falta de competencia o de mesura.

Con el paso de los días, también me extrañó encontrarme con la frivolidad de alguno de nuestros políticos. Hablaban de la dimisión del Papa como si se tratara de una dimisión sin mayor relevancia, llegando a manifestar -pude oírlo al menos en una ocasión- que preferirían que fuera el de algún miembro de otra confesionalidad partidista. Al responsable o responsables del poder tampoco se les caerían los anillos mostrando al menos su solidaridad y comprensión con el Papa dimisionario. Que se miren en el espejo de la señora Merkel, que bien lo hacen para otras cosas, o en las oraciones ofrecidas por Obama, que tampoco pertenece a la Iglesia de Roma.

Al bueno de Celestino V, después de dimitir, instigado por sus partidarios, se le había pasado por la cabeza recuperar el Papado. Benedicto XVI, cardenal Joseph Ratzinger después del día 28, ocupará alguna estancia de un monasterio del Vaticano. Desde allí y mientras Dios le dé vida, se dedicará a la reflexión y a la oración. Antes de finalizar su ministerio papal, había convocado el año de la fe para conmemorar el 50.º aniversario del Vaticano II. Ya no lo clausurará, pero seguirá contemplando con fe los signos de los tiempos para descubrir eventualmente el paso del Señor a través de su opacidad, como pedía aquella magna asamblea conciliar.

Y ¿ahora qué? A esperar con paciencia cristiana al nuevo sucesor de Pedro, sin hacer demasiado caso a las «quinielas de cardenales» y atisbando también la presencia misteriosa del Señor sacramentalizada en una persona recia, con el vigor de cuerpo y de espíritu, el nuevo Papa, para afrontar los retos de la evangelización en la llamada cultura de la posmodernidad, tan difícil y abrasiva para formas religiosas que apuntan a la trascendencia, como el cristianismo.

Una periodista me preguntaba el otro día por mis pronósticos. Le dije que no los tenía. Y me insistía para que manifestara, al menos, mis preferencias. Pecando seguramente de imprudente, acabé por confesárselas: en la Iglesia actual conviven, se contraponen y se interfieren, por lo menos, dos grandes corrientes: la de quienes tienen miedo a esa cultura de la modernidad tan inmanentista, cientifista y secularizadora, y prefieren conservar celosamente el «depósito» de la fe y de la disciplina eclesiástica. Y otra, quizá de menor peso específico, de los que desean arriesgar, buscando con temor y temblor formas nuevas de evangelizar -anunciar la buena nueva- desde el interior mismo de la propia cultura. ¿A cuál de ellas representará el nuevo Papa? No lo sé. Mi preferencia era clara: la de los profetas atrevidos y sin miedos. Pero me temo que no se vea cumplida.