Dicen que la vanidad es la enfermedad profesional de los escritores. No sé si será verdad o una de tantas generalizaciones abusivas, pero en mi caso aciertan. Visito el nuevo museo histórico de Avilés, abierto hace unos días, diminuto y didáctico y lleno de detalles entrañables, como no podía ser de otra manera, para los que aquí hemos pasado la vida, y lo que más me llama la atención es una fotografía en la que yo debería estar y no estoy.

Fue tomada el 24 de octubre de 1980. Aparecen en ella José Hierro, Luis Antonio de Villena, Ana de Valle y Enrique Molina Campos. Ese día se falló el primer premio de poesía «Ana de Valle» y con tal motivo hubo un coloquio que luego se publicó en el libro «Desde la década de los setenta». Yo fui el moderador. Recuerdo que José Hierro nos parecía entonces un poeta de otra época, un representante de la denostada poesía social. Poco después le dieron el premio «Príncipe de Asturias» y resucitó de entre la apolillada posguerra para convertirse en el poeta conocido y aplaudido de todos que fue hasta su muerte. Luis Antonio de Villena era una de las más rutilantes y escandalosas estrellas de la nueva generación. Se quedó unos días en Asturias y Víctor Botas y yo hicimos de cicerones. Enrique Molina Campos, discreto poeta, escribía por entonces unas muy ponderadas reseñas en la revista «Nueva Estafeta». Hablamos en aquella mesa redonda de la estética novísima, que ya sonaba a vieja, y de la que se distanciaba el propio Villena con una poesía más experiencial, aunque sin renunciar a un culturalismo y a un esteticismo que en él resultan consustanciales.

Aquel primer premio lo ganó un jovencísimo Felipe Benítez Reyes. Se trataba de un premio para poemas y los finalistas se fueron publicando, semanalmente, en el diario local. Recuerdo que entre ellos estaban Fernando Ortiz y Miguel d'Ors.

Víctor Botas se dedicó a tomar el pelo a los preseleccionadores. Envió anónimamente, según las bases, un poema de Borges, todavía no recogido en libro, y no lo seleccionaron por su escasa calidad. También rechazaron una sextina porque «repetía demasiadas palabras, demostrando así el autor tener muy escaso vocabulario». Yo estaba en el prejurado y le contaba a Botas -para reírnos los dos- lo que los demás opinaban de aquellos poemas-trampa antes de rechazarlos.

Transcribí, o inventé porque la grabadora no funcionó bien, la conversación que se recoge en el libro y, sin embargo, no aparezco en la fotografía. Alguien se ha tomado la molestia de cortarme como desconocida figura local. Mi entonces amigo Villena (pronto dejamos de serlo y nos convertimos en antólogos rivales de la poesía joven) me mira burlón desde el centro de la imagen, como alegrándose de ello.

Sólo miento cuando digo la verdad y sólo digo la verdad cuando miento.

He buscado por casa el libro «Desde la década de los setenta», en el que se publica una fotografía de la mesa redonda de la que me hicieron desaparecer, sin encontrarlo, así que recurro a lo que hago siempre en estos casos: pasar por la Biblioteca del Fontán, donde me lo entregan en pocos minutos. Y nada más abrirlo me doy cuenta de mi error. Allí está la desvaída foto de la mesa redonda. Y en ella aparezco yo, pero no Ana de Valle. La foto del museo se tomó al final del acto, cuando subió la poeta homenajeada al escenario para anunciar el fallo del premio y yo bajé de él. Nadie me cortó de ninguna fotografía. Mi vanidad me ha jugado -una vez más- una mala pasada.

Y, como no soy incapaz de callarme y reflexionar un poco antes de hablar, ya me quejé en Facebook y hasta hubo quien me dio la razón, como mi amiga Herme G. Donis. Menos mal que lo que se cuelga en esa red social sólo lo ven los amigos virtuales (en mi caso no creo que ni siquiera lleguen a ochocientos).

Con Villena nos reímos bastante aquellos días. Lo alojaron en un hotel de Salinas y allí íbamos a buscarlo cada mañana en el coche de Víctor Botas. Yo lo admiraba mucho por entonces, pero pronto lo fui admirando cada vez menos y, como soy poco diplomático, las reseñas que dedicaba a sus libros se fueron haciendo cada vez menos entusiastas. Ahora que ya no es mi amigo procuro no escribir de él a no ser que pueda decir algo agradable. Con los enemigos soy mucho más cuidadoso que con los amigos. Cultivo mi imparcialidad. Jamás he utilizado una reseña para adular ni para vengarme de nadie. Me parecería una falta de respeto a los lectores. La crueldad que a veces se trasluce en ellas es siempre gratuita, que conste.

Me llega un nuevo libro de Benítez Ariza y el título, «La novela de K.», me hace en principio dejarlo a un lado. La verdad es que las novelas me interesan poco, salvo unas pocas (y la mayoría de ésas las he leído hace tiempo). Pero lo hojeo casualmente y en seguida descubro que el título es engañoso, puesto para espantar a lectores como yo. «La novela de K». no es una novela, sino un diario y la K. del título no se refiere a ningún alegórico personaje más o menos kafkiano, sino a una gata callejera adoptada por el autor. Y que yo también adopto de inmediato.

De Asilah, la ciudad portuguesa en que desembarcó el rey don Sebastián rumbo al desastre de Alcazarquivir se trae Benítez Ariza esta enumeración gatuna: «El que dormitaba tras el escaparate de un cafetín. El tuerto que acechaba en la puerta del colmado, y que salió corriendo al ver venir a unos golfillos (no quisimos imaginar por qué). El que corría sobre las tarimas del zoco de Ahfir, persiguiendo una sombra. El que exploraba los bajos cochambrosos de los taxis, en el aparcamiento. El gordo y ceniciento que huyó escaleras arriba, por los tejadillos, cuando abrí la puerta de la azotea. Y K. que lógicamente no ha venido con nosotros, pero a la que vemos tras cada una de esas presencias fugaces, que son como los geniecillos tutelares del cordial batiburrillo de Asilah».

Esfuérzate por llegar a la meta lo más tarde posible.

En las dos letras de la palabra «yo» cabe todo el mundo.

Sé que soy imprescindible, pero todavía no sé para qué ni para quién.

Para escribir poemas de amor necesito no estar enamorado.

Me gustan las mujeres que me gustan, ni una más ni una menos.

Mi peor enemigo es mi mejor amigo, y se llama como yo.

Cuando no sé qué decir es cuando más cosas se me ocurren.

Voy de listo por la vida y, como es habitual en estos casos, no hago más que meter la pata. En el último premio «Alarcos» de poesía ganó un nuevo poeta, Rodrigo Manzuco, del que ni yo ni nadie había oído hablar. Se trataba de un poeta joven, con algunas torpezas, pero también con verdad y gracia. En el original había uno o dos descuidos ortográficos y Josefina Martínez se negaba por eso a votarle: «Que aprenda primero a escribir». Hace unos días me llegó su libro, «Casi», ya editado por Visor y, si no un gran libro, me pareció el principio de un poeta más que prometedor.

Y ahora me entero de que Rodrigo Manzuco no existe, que tras él se oculta el mismo poeta que, hace unos años, inventó a Fernando López de Artieta, ganador de otro premio también publicado por Visor; un poeta del que conozco toda su obra y del que he reseñado todos los libros.

Hoy, pensando que yo he adivinado la verdad, me escribe una carta (la firma «Rodrigo» entre comillas) en la que me pide discreción: «Quien piense que es un juego no entiende lo que yo entiendo que es literatura. Y menos aun la poesía, donde el factor biográfico tiene la capacidad de intensificar los versos de una manera tan profunda».

Y sí, los versos no se leen de la misma manera si quien los ha escrito es un joven informático de poco más de veinte años o un poeta ya conocido y con obra publicada.

Pero lo que más me fastidia de toda esta historia es que yo fuera el último en sospechar que aquí había gato encerrado. Y que las torpezas y los errores ortográficos eran deliberados. Y que la nota biográfica -»técnico informático especializado en análisis de programación en versiones abreviadas escritos en sistema ordinario natural»- era una tomadura de pelo.

Pero no te preocupes, amigo Jaime García-Máiquez, que seré discreto y no diré nada.

Forman la pareja perfecta: ella le quiere mucho, pero él se quiere todavía más.

No le gustaba salir de casa. Por eso, cuando iba de viaje, compraba sólo el billete de vuelta.

Aquel diablo era un pobre diablo, no tenía ni un alma que llevarse a la boca.

Cuando estaba solo, le gustaba hacer solitarios jugando a la ruleta rusa. Siempre perdía. Una vez ganó y ya no volvió a jugar.

«Nos vemos cualquier día de éstos», me dijo la muerte al cruzarse conmigo en la calle Víctor Chávarri. «Ahora tengo una cita urgente».

Llamé a la puerta de casa, pero como no me fiaba de mí no quise abrirme.

Acababa de bajarse del platillo volante cuando se cruzó conmigo. Me miró, lo miré y los dos salimos corriendo en dirección contraria.

No había visto nunca a aquella mujer que apareció en la puerta de mi casa con una rosa en la mano. «Soy la mujer de tus sueños», dijo. «Si fueras la mujer de mis sueños -pensé yo-, sabrías que la mujer de mis sueños no es una mujer».

Era tan acelerado que a veces, cuando volvía a casa, se encontraba consigo mismo en el ascensor, ya de vuelta.

Era tan desconfiado que siempre que se miraba al espejo veía a alguien que lo miraba con malos ojos.

Alargó la mano para cerciorarse de que yo era real y yo me estremecí al sentir alrededor de mi cuerpo aquella mano sin cuerpo.

Hacía tiempo que nadie iba al cielo, así que Dios, aburrido, los fines de semana se daba una vuelta por el infierno de ciertas discotecas.

A aquella hermosa maga no le costaba nada adivinar los pensamientos del público, sobre todo del público masculino.

Busco un esclavo que quiera ser mi amo.

Tenía graves problemas de personalidad. No sabía si era yo, tú, él o ella.

Ni siquiera mirándose al espejo encontraba alguien que le quisiera.