En las primeras páginas de los «Principia» de Newton (1687) se define la masa de un cuerpo como la cantidad de materia que contiene. Newton también ligó el concepto de masa a la resistencia que presenta un objeto al movimiento, algo con lo que estamos familiarizados a través de nuestras experiencias cotidianas. El coche de Fernando Alonso marca los mejores tiempos cuando el depósito de gasolina está casi vacío: a menor masa, a menor peso, más facilidad de movimiento. Pero ni Newton ni muchas otras generaciones de ilustres científicos respondieron a un interrogante eterno: ¿cuál es el origen de la masa? La respuesta a este interrogante es, asimismo, una respuesta al origen del universo y de la vida misma, tal como la conocemos.

Hace unos 13.800 millones de años se produjo el Big Bang. Tras esa gran explosión, la materia quedó rota en diminutas partículas, partículas que viajaban a la velocidad de la luz porque no tenían masa. Así podía haber sido el universo actual: simplemente un montón de locas y diminutas partículas viajando a la velocidad de la luz. Pero afortunadamente, una billonésima de segundo después del Big Bang, apareció el denominado «campo de Higgs». Como un campo encharcado por el que nos cuesta desplazarnos, el «campo de Higgs» representa una especie de fricción que frena a las partículas elementales. Matemáticamente es equivalente a haberles dotado de masa y, consecuentemente, ralentizado su movimiento. ¡Pero, al moverse más despacio, estas partículas subatómicas tuvieron la oportunidad de abrazarse, unirse para formar átomos, planetas, estrellas, galaxias... y a nosotros mismos!

El «campo de Higgs» está presente en todo el universo, incluso en el vacío, es una especie de océano o charco invisible. Este campo está formado por los denominados «bosones de Higgs», de la misma forma que el océano y el charco están formados por moléculas de agua. Cuando otras partículas interaccionan con el «campo de Higgs» adquieren masa, al igual que cuando piso un charco y mi calcetín se moja peso un poco más. Algunas partículas, los fotones de la luz, logran esquivar el charco. Por eso tienen masa cero y son las más rápidas. Otras partículas como el electrón acarician ligeramente el charco, su masa es pequeña, pero no despreciable. ¡El bosón de Higgs decide qué partículas tienen o no masa! Todo esto eran fascinantes postulados teóricos de Higgs, Englert, Brout y colaboradores. Pero faltaba verificarlo experimentalmente, faltaba «fotografiar» el bosón de Higgs.

Las campañas de tráfico nos recomiendan evitar el choque frontal, el más agresivo y mortal de todos. Pero en el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) del CERN se fuerza este tipo de choques. El LHC es una pista de veintisiete kilómetros de longitud, ubicada a cien metros de profundidad, por la que circulan haces de protones en sentido contrario a velocidades cercanas a la de la luz. Como consecuencia, se producen tremendas colisiones, que nos recrean los instantes iniciales del universo y que consiguen romper la materia en sus trozos más pequeños. El LHC es simultáneamente el más potente telescopio y el más potente microscopio del mundo. Los detectores ATLAS y CMS actúan a modo de radares de carretera en busca de las partículas elementales generadas tras esas grandes colisiones. ¡El 4 de julio de 2012 el CERN anunció que estos radares habían visto pasar al bosón de Higgs, la partícula de Dios, la esencia del universo!