«Mi vida privada no tiene nada que ver con el cine», dijo una vez Fritz Lang, como si quisiera exculparse por su feroz reputación. Patrick McGilligan utilizó en la brillante biografía del cineasta, como subtítulo, «la naturaleza de la bestia» (The nature of the beast) para resumir su terrible leyenda. Lang era un ser tiránico: humilló a actores y, sobre todo, a actrices, hasta el punto de hacerlos llorar, arriesgó vidas de extras, se aprovechó del trabajo de sus colaboradores, exigió lealtad absoluta sin dar nada a cambio y despilfarró el dinero a raudales.

Sin embargo, y pese a todos los defectos que se le atribuyen, hizo películas sumamente buenas que han pasado a la historia de la cinematografía. Algunas de ellas, como M, figuran entre los mejores ejemplos del expresionismo alemán. Otras, como es el caso de Metrópolis, preferiría no haberlas hecho nunca, incluso tratándose de objetos de culto. En el desafecto no sólo tuvo que ver la calidad del producto -la película, por el momento en que se realizó, pertenece modestamente a la cuenta atrás del lanzamiento del cohete-, sino las relaciones con Thea von Harbou, autora del guión y de la novela, de la que se acabaría separando. Mientras ella se quedaba en Alemania trabajando para los estudios UFA, en manos de los nazis, con quienes se llevaba francamente bien, él huía a Estados Unidos, vía Francia, perseguido por los censores de Hitler.

Para ser un hombre que jamás quiso una vida tranquila y estaba decidido a ser el centro de las cosas buscando cualquier tipo de aventura profesional y personal, Lang eligió el lugar y el momento adecuado para nacer: Viena, 1890. Inicialmente había escogido ser pintor. La pintura era su gran pasión, sólo superada por las mujeres, y entre sus artistas preferidos figuraban Klimt y Schiele. Sin embargo, su impulso creativo jamás habría crecido de no haberse inventado el cine unos años después de su nacimiento.

Pero ¿quién era Thea von Harbou, la mujer que acabaría por convertirse en su principal colaboradora de la etapa expresionista? A grandes brochazos, se podría decir que la autora, nacida en Baviera, hija de un oficial del Ejército prusiano y guardia forestal, heredó de su padre la afición por los animales; empezaría despuntando como defensora de los derechos de la mujer en la República de Weimar y acabaría profesando la doctrina nacionalsocialista. Lang, burgués y sexualmente depravado para la doble moralidad nazi, le reprocharía más tarde sus inclinaciones políticas, pero éstas no figuran como causa de la separación en la demanda de divorcio. Los críticos, por lo general, se mostraron hostiles con la influencia literaria de Von Harbou en el trabajo de Lang. Muchos de ellos, como Lotte H. Eisner, coincidieron en calificarla de sumamente negativa. No se puede afirmar, sin embargo, que la relación se desmoronase por falta de afinidad profesional o por mantener diferentes puntos de vista sobre el nazismo.

Un día, Lang regresó a casa temprano desde el set de El testamento del Dr. Mabuse para sorprender a Thea von Harbou y Ayi Tendulkar, un indio partidario de Gandhi y ferviente seguidor de Hitler, en el lecho matrimonial. Los nacionalistas indios estaban unidos a los nazis por su odio hacia los británicos. El director tenía un romance con Lily Latté, quien finalmente le acompañaría hasta el día de su muerte. De Thea hacía tiempo que había empezado a distanciarse. Von Harbou llegó a confesarle a su secretaria que de sus once años de casados en diez de ellos no habían encontrado el momento de separarse por falta de tiempo.

En fin, viene esto a cuento porque ha caído en mis manos una elegante edición de Gallo Nero de Metrópolis, la novela de Thea von Harbou, compañera de Lang en un tiempo de zozobra y guionista de algunas de las películas más representativas del director vienés. Como sabrán, trata de la visionaria historia de los humanos de una Babel tecnológica al servicio de las máquinas. Una pieza que a Lang dejaría pronto de encajarle.