En las últimas décadas el repertorio barroco ha vivido una auténtica revolución que ha propiciado un renacer del mismo sin precedentes. Este florecer ha llegado de la mano de un exhaustivo estudio de las fuentes y la redefinición estilística de su interpretación, lo cual ha supuesto un auténtico redescubrimiento de obras y autores en toda Europa. Es una tarea que no se ha completado con idéntica fortuna en el clasicismo y el primer romanticismo, que aún viven anclados en las adherencias de la tradición -esa gran traidora, a veces- que ha desvirtuado las creaciones originales añadiendo caprichos sucesivos, especialmente en las imposiciones que antes realizaba cada generación de intérpretes a capricho.

En este sentido, ha tenido muy buena suerte un compositor como Gioachino Rossini, gracias, entre otros, a los desvelos del maestro Zedda y al impulso del Festival de Pesaro, que ha formado a varias generaciones de intérpretes capaces de ofrecer sus obras con las necesarias dosis de rigor y fantasía. Sin embargo, autores como Donizetti o Bellini aún siguen esperando que el riesgo vaya más allá de una atrevida propuesta escénica concreta. Con la «Norma» belliniana Fabio Biondi hizo un intento hace unos años en Parma que no tuvo demasiado éxito. Sin embargo, ahora parece que ha llegado una apuesta firme y decidida por parte de una de las divas con mando en plaza en el mundo de la música global: Cecilia Bartoli.

De la Bartoli se pueden decir muchas cosas, pero una destaca sobre todas: es una intérprete valiente, que no se arredra ante las dificultades y que tiene un manejo de su carrera absoluto logrando popularidad mundial.

No ha escatimado medios para su incursión belliniana: hay detrás un trabajo previo muy serio encabezado, precisamente, por el hermano de Fabio Biondi, Maurizio, junto a Riccardo Minasi. El estudio de la partitura original de «Norma» y de las sucesivas incorporaciones, algunas de ellas del siglo XX, ha sido clave en este proyecto. Fruto de ello es el disco recientemente editado y el estreno de la obra en el Festival de Pentecostés, cuya directora artística es la propia Bartoli, y ahora la consagración definitiva en el de verano de Salzburgo, con una expectación enorme y las entradas agotadas hace meses a 400 euros las de patio de butacas.

Y lo primero que hay que decir de esta sorprendente «Norma» es que conquistó al público del estreno que aclamó a la cantante y al conjunto del equipo vocal, escénico y musical, con una unanimidad no muy frecuente en estos tiempos. Más de diez minutos de encendidas ovaciones marcaron la noche de estreno.

Musicalmente Giovanni Antonini al frente de la Orquesta La Scintilla -agrupación con la que Bartoli cantó en el Auditorio de Oviedo- brindó una versión vibrante de la obra, con un juego de dinámicas muy diferente del usual, perfecto balance con el reparto y un empleo del metal y la percusión radicalmente distintos de lo acostumbrado. Con la instrumentación historicista, la partitura muestra otros colores, otras formas y sugerencias que encontrarán, sin duda, detractores y partidarios a partes iguales.

En el reparto, Bartoli es la estrella, pero a la diva no le gusta -al contrario que otros que han alcanzado su status- rodearse de segundones. De hecho, el cuarteto protagonista compartió ovaciones, desde el correoso y potente Pollione del norteamericano John Osborn o la Adalgisa sutil, matizada, casi mística, de la mexicana Rebeca Olvera, pasando por el Oroveso tan rocoso de Michele Pertusi. Y luego está ella, la gran diva, que canta e interpreta una Norma de tono neorrealista. En esta versión lo que se pierde en pirotecnia se gana en expresión y en una emotividad lacerante. Bartoli se transforma en una Anna Magnani y ese tono desgarrado da a su personaje otra luz, una nueva actualidad, una profundidad intensa y lacerante. Hay bravura en el canto, sutileza en el matiz, fuego en la vocalidad de una cantante que convierte carencias en virtudes y que transmite con fiereza y sagacidad la entraña del rol.

Y como la cobardía no entra en su vocabulario artístico, ha encargado la dirección escénica a ese dúo siempre en vanguardia que forman Moshe Lesier y Patrice Caurier. Sigo su carrera desde hace ya unos cuantos años, y no defraudan. No han perdido un ápice de riesgo, pese a su status ya de primera línea. Le dan la vuelta a «Norma», compromiso difícil y que a muchos ha llevado al naufragio. Sin embargo, aquí todo funciona con un cambio radical de la dramaturgia, centrada en la esencia de la obra: la dominación, la renuncia, el amor que enlaza enemigos y la inmolación como única salida. La trama se transforma. Llega a la Francia ocupada de la Segunda Guerra Mundial, a la Resistencia, y todo adquiere un nuevo sentido, una coherencia interna que funciona sin chirriar. Hay escenas, dentro del tono neorrelista que impregna la acción, que sobrecogen con el empleo del claroscuro con soberbio acierto. Norma se hace cercana en el dolor, en la sexualidad, en el alcohol, en la supervivencia de la lucha sin freno por la libertad.

Indudablemente habrá quien deteste esta fórmula vocal, musical y escénica; también quien la idolatre. De lo que no hay duda es de que tenemos el derecho de ver otro acercamiento a «Norma», otra forma de sentir y reivindicar la obra. Hay diversos caminos y no necesariamente contrapuestos. Cada cual elegirá el que más le apetezca. Aunque quizás éste transcurra de forma más nítida en la fidelidad al compositor, despojado de excesos veristas y de interpretaciones amaneradas y cursis. Eso sí, cada uno a su gusto. Triunfo importante en un año en el que Salzburgo se rindió a Dudamel y al sistema venezolano.