Normalmente no figura en los recorridos turísticos más populares de la Ciudad Eterna, pero es una auténtica joya. Creada, al iniciarse el siglo XVI, por iniciativa del banquero sienés Agostino Chigi y construida por Baldassarre Peruzzi, fue la primera villa nobiliaria suburbana de Roma. En 1580 la compró el cardenal Alejandro Farnese. De ahí el nombre por el que se la conoce: Villa Farnesina.

La primera vez que supe de ella y la visité fue hace dos años, al escribir mi libro sobre Margarita de Parma. El cardenal Farnesio era su cuñado. Quise verla porque siempre resulta interesante conocer los escenarios en los que se movieron los personajes sobre los que escribes.

Esta mañana volví a visitarla. Y me sigue encantando la sencillez renacentista del edificio, su apariencia armoniosa, lo suave de su colorido...

Pensaba entonces que en la Farnesina me encontraría con preciosos cuadros, maravillosos muebles, tapicerías y alfombras increíbles... pero no, la Farnesina se ofrece a sí misma. A ella es a la que hay que admirar y contemplar. Todos los techos y parte de las paredes están cubiertos de frescos de Rafael, y de alguno de sus discípulos. También han dejado su huella, il Sodoma, Peruzzi, Sebastiano del Piombo.... Es una explosión de belleza y colorido que arranca suspiros a muchos de los visitantes que no esperan encontrarse con semejante maravilla.

Todo el interior de las cinco salas que se visitan está cubierto de frescos y mármoles de maravilloso colorido.

Los temas elegidos para quedar inmortalizados en estos fantásticos frescos son los clásicos de la mitología.

El amor entre Eros y Psique, su complicada y al final bien resuelta historia de amor, fue interpretada de forma magistral por Rafael, que también se encargó de plasmar el Triunfo de Galatea; fresco en el que vemos a la ninfa Galatea, que encarna la supremacía del amor platónico frente al amor carnal, dominar la escena rodeada de cupidos que están preparados para lanzar sus flechas... Sólo uno de ellos ha decidido no hacer nada y es a él a quien mira Galatea.

Son muy hermosos también los frescos de il Sodoma dando vida a la escena de las bodas de Alejandro y Roxana.

Todo en la Farnesina es delicada belleza. No pude por menos de hacer fotos a las contraventanas, que me parecieron una preciosidad.

También me entusiasmó una estancia, en el primer piso, que llaman Sala de las Perspectivas. Es obra de Peruzzi, que creó una ilusión óptica por medio de las columnas que forman parte del fresco pero que tienes la sensación de que puedes apoyarte en ellas y asomarte al balcón para ver la Roma del XVI.

La elegante escalera, y una sorpresa en el artesonado del salón del Friso: una especia de placa con un nombre, Salvador Bermúdez de Castro, duque de Ripalda y Santa Lucía, marqués de Lerma.

Un español, de Jerez de la Frontera, político, diplomático, poeta que vivió en esta villa durante más de veinte años, hasta 1883, en que fallece. Él fue la persona que llevó a cabo la fantástica recuperación del edificio un tanto abandonado a mediados del XIX, de ahí su recuerdo en el artesonado.

En este entorno único y maravilloso la existencia tiene que resultar enormemente agradable. Confieso que me resulta inevitable la curiosidad por conocer un poco la vida personal de Salvador Bermúdez de Castro. Es muy posible que no revista mucho interés, aunque en el fondo pienso que no se puede vivir en esta casa y tener una vida anodina.

Salvador Bermúdez de Castro fue nombrado marqués por Isabel II. Siendo embajador en Nápoles, Francisco II, rey de las Dos Sicilias, le otorgó los ducados de Ripalda y Santa Lucía y le concedió en enfiteusis la Farnesina, que había pasado a pertenecer a los Borbones de Nápoles, heredada de Isabel Farnesio. Y fue en esa ciudad donde conoció a su gran amor, Matilde Ludovica de Baviera, casada con un hermano del rey Francisco II.

En la Villa Farnesina vivieron su apasionado idilio y en la Farnesina nació su hija, una niña a la que enviaron inmediatamente a Brighton y de la que su madre no quiso saber nunca nada más. Una cosa era vivir aparentemente separada de su marido y otra muy distinta tener una hija. Matilde Ludovica era hermana de Isabel de Hungría, la famosa Sissí, y por lo tanto cuñada del emperador Francisco José, y no convenían los escándalos.

Cuando la pequeña, de la que su padre siempre se ocupó, cumplió los quince años fue reconocida legalmente. María Salvadora Bermúdez Díez, de madre desconocida, fue recibida con amor por la familia de su padre en España, adonde él la envió.

Parece que Salvador siguió en la Farnesina con su gran amor.

Poeta, encuadrado dentro del romanticismo, Salvador Bermúdez fue amigo y seguidor de la escuela del poeta Gabriel García Tassara, que también tuvo una hija con Gertrudis Gómez de Avellaneda, aunque, a diferencia de Bermúdez, nunca quiso conocerla.

Antes de irme de la Farnesina paseo por su sugerente jardín donde se han celebrado maravillosas fiestas con príncipes, artistas, cardenales... Dice la leyenda que era tal el derroche en estas celebraciones que las vajillas que eran de oro y plata, en vez de lavarlas, las tiraban al Tíber. Puede que así haya sido, lo cierto es que Chigi el banquero que la mandó construir, estaba considerado uno de los hombres más ricos del Renacimiento en Italia. (Precisamente hace unos días visitando la iglesia de Santa María del Popolo, pude admirar la capilla en la que está enterrado).

Mirando los centenarios árboles del jardín vuelvo a pensar en Salvador Bermúdez de Castro y recuerdo unos versos que él escribió:

Bajo la copa del ciprés doliente

en mi pereza muelle descansado

dejo el triste vaivén de lo presente

busco el dulce solaz de lo pasado.