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La Vida Buena

La vuelta a Europa de café en café

El continente evolucionó en establecimientos aireados por las corrientes de la Ilustración; muchos han desaparecido, otros siguen

La vuelta a Europa de café en café

Cerró el Comercial, en la Glorieta de Bilbao, uno de los pocos cafés literarios que iban quedando en Madrid. Su nombre está vinculado al chocolate con churros, las primeras camareras y los ilustres tertulianos. Camilo José Cela escribió de él en su novela "La Colmena" que allí las mesas eran lápidas puestas del revés.

Los cafés fueron durante tiempo la columna vertebral de una Europa que evolucionó en los cenáculos aireados por las corrientes de la Ilustración. En su conferencia del Nexus Institute de Amsterdam, George Steiner definió al viejo continente como un café repleto de gentes y palabras, donde se escribe poesía, conspira, filosofa y practica la civilizada tertulia. De Madrid a Viena, de San Petersburgo a París, de Berlín a Roma y de Praga a Lisboa... "No hay cafés primeros ni determinantes en Moscú, que ya es un suburbio de Asia. Muy pocos en Inglaterra después de una moda pasajera en el siglo XVIII. Ninguno en Norteamérica fuera del puesto avanzado galo de Nueva Orleans. Si trazamos el mapa de los cafés, tendremos uno de los indicadores esenciales de la idea de Europa". Mauricio Wiesenthal, en su "Libro de réquiems", se refiere a ellos como paradigma del espíritu humanista europeo.

Decía Steiner que el café es un lugar ideal para la cita y la conspiración, para la discusión intelectual y el cotilleo, el flâneur y el poeta, o el curioso y el metáfisico con sus cuadernos. Pero también abarca otras inquietudes sociales: simplemente el hecho de detenerse solo a leer los periódicos acompañado del rumor de las mesas vecinas, echar un vistazo a lo que se mueve, etcétera. Los cafés han llenado horas de tertulia pero también de soledades bien digeridas. La lista de bajas es larga. Por citar algunos ejemplos, Madrid perdió el Pombo, el Varela y el Teide; Barcelona, el Canaletas; Santiago, el Español; Murcia, el Santos. Avilés, el Colón; en Oviedo hace tiempo que dejaron de existir el Astoria y el Peñalba de la calle Uría, y en Gijón, el Dindurra y reemprende una nuevas etapa con cierto fulgor del pasado.

En Viena perduran los salones históricos sustentados por la gran tradición y diversidad de la oferta. Los que allí pidan simplemente un café se delatarán como extranjeros o piefke. Éste es el nombre que los austriacos dedican coloquialmente a sus vecinos alemanes, a los que reprochan no tener ni idea acerca de esta bebida. Si quiere quedar bien, puede pedir un fiaker, que es una moka azucarada; un kapuziner, con mucha leche; un kleiner brauner (pequeño con una nube de crema) o un melange, que se sirve con la lecha fresca y espumosa, aparte. El kugelhof, el strudel de manzanas, la tarta sacher, las nueces de pimienta, las pastas de mantequilla, las bolas de ciruelas o las orejas de liebre son delicias vienesas. Se comen en los cafés, entre la grandeza fin de siglo y la sobria comodidad del Biedermeier.

En el Hawelka, de la Dorotheergasse, el viajero que visita Viena no debe perderse los famosos buchteln, rellenos de mermelada. Allí paraba Heimito von Doderer, pegado a su pipa Hans Weigl y rodeado de las mujeres más bellas de la ciudad. Junto a la burguesía local se sentaban artistas y una corte bien nutrida de diletantes. La última vez que pise el Hawelka, de herr Leopold, conservaba los mismos percheros Thonet y el aire modernista se comprimía del mismo modo que la clientela. Los que sirven las mesas, al contrario de lo que hacían Leopold y su esposa Josephine, ya no invitan al cliente a quedarse todo el tiempo. Pero sigue sindo uno de esos lugares especiales.

El Sacher, junto a la Filarmónica, se hizo famoso por la tarta de chocolate que lleva su nombre y que tanto le gustaba al escritor Joseph Roth. En el Griensteidl, de Secesión, se reunían Stefan Zweig, Von Hofmannstahl, y los poetas de la Jung Wien; el Museum, de la Operngasse, cerca de Karl Platz, era el lugar elegido por los pintores, Klimt, Schiele y Kokoschka. También sobreviven esplendorosos el Landtmann y el Central, que frecuentaban Freud y Arthur Schnitzler, entre otros. "Mendel, el de los libros" es un relato de Zweig que representa la vigencia de los cafés de antes, donde los parroquianos pasaban tardes enteras. De hecho, Jakob Mendel vivía en el café Gluck, y aquello, más que una molestia, era todo un honor para el local. El mundo cambió con la guerra, y el inofensivo librero pasó a ser un sospechoso por cartearse con un colega parisino, "el enemigo".

En Venecia, los grandes cafés han sabido colarse también por las rendijas que deja la historia. A un lado de la Piazza está el Florian y al otro el Quadri y el Lavena. Se eligen indistintamente; desde el siglo XIX todos han compartido la misma orquesta en el centro. Wagner solía levantarse de su silla del primero de ellos para corregir a los músicos en alguna pieza que no le sonaba excesivamente bien. Henry James caía por el Quadri, famoso por su buena cocina, después de haber tomado los baños y paseado por la calles envueltas en sombra.

Los cafés venecianos pronto se convirtieron en salones lujosos bien decorados y célebres por la calidad de sus bebidas y de su servicio. Sentarse en ellos era como viajar con el culo pegado a los divanes de terciopelo rojo del Orient Express. Probablemente es el Lavena el que se encuentra en el ángulo más soleado de la Piazza, debajo de la Torre del Reloj y de frente a la Basílica. Su historia se remonta a finales de 1750 y bajo el imperio austrohúngaro se llamó Reina de Hungría. Ha compartido una clientela selecta con el Florian y el Quadri. Richard Wagner, por ejemplo, fue asiduo de los tres. Lo mismo que Byron, Balzac, Proust, Dumas, entre decenas de otros personajes ilustres.

El Procope, en la Rue de l'Ancien Comedie, en el sexto distro parisino, hace tiempo que dejó de adaptarse a los tiempos. Sobrevive como una reliquia, desde allí partió en agosto de 1792 la consigna para atacar las Tullerías. Actualmente no se acerca en popularidad a los cafés existencialistas de Saint-Germain, como son los casos del Café de Flore y Les Deux Magots. O La Closerie des Liles, en Montparnasse.

Entre los más famosos de Roma se encuentran el Antico Caffè Greco, de la elegante vía Condotti, el segundo más antiguo de Italia después del Florian de Venecia. Fundado en 1760, debe su nombre al origen griego de su fundador Nicola della Maddalena. Allí se citaban artistas e intelectuales italianos y extranjerosy más tarde se convertiría en un cruce de caminos de la vida mundana y de la cultura de los años 60 y 70. Schopenhauer, Liszt, Stendhal y Orson Welles fueron, entre otros muchos, distinguidos clientes. En la vía del Babuino se encuentra el Caffè Museo Atelier Canova Tadolini, se trata de un antiguo estudio que perteneció al escultor Antonio Canova y heredado por su discípulo Adamo Tadolini. El estudio, además del café, acoge una colección de esculturas. En derección a la Plaza Navona, está el Antico Caffè della Pace, del siglo XIX, y de estilo liberty. Se encuentra en la Via della Pace cerca del claustro de Bramante.

En Praga, la oferta es abundante. El Imperial, de Na Porici, abierto en 1914 coincidiendo con los cañones de agosto, y remozado en 2007 es una obra única del Art Nouveau. Sirve cóctels, brunchs y copiosos desayunos. El Savoy, en la Mala Strana, aún brilla con el esplendor de la Belle Epoque. El Slavia, en la Národni trida, sigue siendo un santuario del Art Decó. Con amplios ventanales al Moldava, por allí pasaron Rilke y Kafka. Václav Havel fue un asiduo. Lisboa, aguarda con el Nicola, del Rossio, fue la segunda casa del poeta Bocage. De A Brasileira do Chiado, apenas hay nada que decir. Y todavía hoy no se puede ir a Oporto sin dejar de visitar el Majestic, en la Rua Santa Catarina, uno de los cafés más bellos que existen.

Ya saben, como en el Hawelka puede quedarse el tiempo que quieran.

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