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Comidas y bebidas

Asturias, cocina y memoria

Pedro Morán.

Recuerdo la frase de Santi Santamaria: "La cocina es un arte efímero pero más efímeras serán las cocinas que basan su obra en la novedad". Pocos son los platos que perduran y todos ellos, como es obvio, están sujetos al escrutinio de la memoria colectiva. Pero peor que la novedad en sí son las modas. Las modas tienen la particularidad, muchas veces, de desvestir la autenticidad y convertir lo real en un espejismo. Las modas, los fenómenos sociales, nos han traído -desde el naturalismo impostado de algunas guisanderas al cachopo- una mitología de caleya aceptada pero no aceptable.

Ciertas modas, además, se revuelven contra la sencillez. No hay nada realmente sencillo en la mitificación y, mucho menos, en la mistificación. Al contrario, todo consiste en invocar el mito y disfrazar la realidad para presentarla de manera pomposamente costumbrista y hasta cursi. Está ocurriendo en la política con los nacionalismos y populismos, pero también sucede con la cocina. El guiso se alimenta de palabras. La expresión italiana "parla come mangi", "habla como comes", con espontaneidad, resulta una receta muy oportuna frente al atolondramiento.

La memoria de Italia reside en la comida. Cuando se habla de ella no es sólo para intercambiar impresiones sobre los ingredientes de los platos y la forma de prepararlos, sino también para identificar momentos históricos o simplemente vividos con los alimentos. Elena Kostioukovitch, autora de Perché agli italiani piace parlare del cibo, eleva al cubo la pasión evocadora de los italianos acerca de la comida, presente en algún instante en casi todas las conversaciones. Kostioukovitch pone grandes ejemplos que han agitado la reflexión gastronómica: ¿por qué el régimen fascista se propuso abolir el consumo de pasta? o si el pan de otras tierras le sabía salado a Dante Aligheri ¿era por las lágrimas que en él vertía?

La auténtica novedad en la cocina asturiana de la que podríamos hablar dentro de años estaría, como me explicó en una ocasión Nacho Manzano, en acertar a conjugar con nuevas técnicas los productos de la tierra imprimiendo sentido a los platos. Pero nunca de manera burda ni con la llamada fusión como reclamo. Por poner un ejemplo, una gyoza japonesa rellena de picadillo de Tineo, además de una tontería, carece de sentido. ¿Por qué en vez de recurrir al ceviche peruano no nos dedicamos a perfeccionar el escabeche doméstico? Siguiendo el hilo del mismo ovillo, en la memoria de esta tierra descansan la actualización que hizo Pedro Morán de la fabada, o la del propio Manzano del pitu de caleya, como dos creaciones imperecederas. La cocina asturiana, pendiente de las actualizaciones de nuestros mejores cocineros, tiene que evolucionar inteligentemente y adueñarse de nuestra memoria dándole sentido al producto de aquí, a los ingredientes con los que nos manejamos bien, sin estridencias o falsas pretensiones.

La imaginación para administrar la despensa es clave. En una región bendecida por el mar con algunos de los mejores pescados del Cantábrico y una huerta no adecuadamente atendida pero suficiente para cubrir expectativas razonables, Asturias se presenta como un paraíso de la proximidad gastronómica. Disponemos de decenas de maneras, muchas de ellas olvidadas, de preparar el bonito, la merluza, el pixín o las sardinas. Apenas nadie se ha ocupado hasta ahora de darle una vuelta a la tradición de las empanadas -recuerdo la de pichones que se hacía en casa con una levedad parecida a la de la pastela marroquí- las sardinas a la parra, los bocartes al pil-pil, el bonito con chocolate o las xardas aromatizadas con sidra.

A todo esto hay que sumar las buenas carnes de ternera, los productos de la matanza del cerdo, embutidos diversos, y el abundante surtido de quesos, al menos cinco de ellos entre los mejores del mundo. No es tan difícil discurrir partiendo de una despensa así.

Aceites. Summ, producido en la dehesa de La Alquería, Medina Sidonia, Cádiz, es un aceite de oliva virgen extra de calidad extraordinaria que se elabora con cuatro aceitunas distintas: arbequina, picual, manzanilla y acebuchina, antepasada de todas las variedades existentes en España, y que aporta pureza, exquisitez y características organolépticas únicas. Otro aceite maravilloso es Dauro, Finca Mas la Bomba, Torroella de Fluvià, en el Alto Ampurdán, también coupage, compuesto de tres variedades: arbequina, que aporta la elegancia de sus componentes aromáticos amargos y picantes; la koroneiki griega, y hojiblanca que lo redondea.

Josep Pla se dedicó durante su vida a contradecir la suposición algo extendida de que la calidad de la cocina catalana se debe a su proximidad geográfica con Francia, y argumentaba que cuanto de común existe entre ellas es precisamente lo que la cocina francesa tiene de la catalana: los guisos y las salsas con aceite de oliva propios del Rosellón. El resto era, para él, las grasas del Norte, de las que siempre receló.

Efectivamente, la comida que nos gusta, en frío y en caliente, está impregnada por los sabores del aceite de oliva. Cuando, por cualquier motivo, nos vemos obligados durante un tiempo a alimentarnos con otras grasas, enseguida echamos de menos nuestro producto de primera necesidad. Sin oliva no habría pan pringao, ni gazpacho, ni alioli, ni escabeche, ni vinagretas. No conoceríamos la sensación común de placer en un huevo frito con puntillas, ni la buena fritura de pescado.

Pla atribuía la pasión vehemente del carácter de Picasso a la grasas del Norte y a la ausencia de pescado frito. "Cuando un hombre así se encuentra más alimentado por la cocina de la mantequilla de Francia que por los pescaditos fritos en aceite de oliva que se comen en Málaga, el hecho puede contribuir a originar algo explosivo", escribió.

Kozlovic, malvasía de Istria. Croacia dispone de más de 500 kilómetros de costa, plagada de viñedos que se extienden asimismo por el interior, donde brotan la malvasía istriana y la moscatel como grandes protagonistas de los blancos. Los tintos que habitualmente se consumen están elaborados con teran, cabernet sauvignon y merlot. Hasta el punto que algunas bodegas presumen de sus pequeños pomerol. Entre las tintas, y esto es capítulo aparte, destaca una uva especialísima, la plavac mali, con las que se elaboran los grandes vinos croatas.

Unos amigos tienen la generosidad extrema de traerme de Momjan (Istria) una cajita de seis botellas de malvasía de Kozlovic, un vino que guarda las mejores características de esa uva aromática que parece sumergirle a uno en un campo de heno rodeado por montañas de melocotones. Notas de hierba y de melón surgen de la copa nada más apurar el primer trago que resiste en uno de esos pasos largos y agradecidos que los buenos vinos blancos reservan de vez en cuando.

Bebo de la cosecha de 2014 con la sensación de que al vino le quedan otros tres años más para expresarse con plenitud. Y me propongo ir descorchando las botellas de 2012 que aguardan en la caja.

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