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Festival wagneriano de Bayreuth (II)

Un holandés sin holandés

La dramaturgia "actualizadora" banaliza "El holandés errante" en lugar de transformar la partitura que abre el canon de la cita anual con Wagner

Un Holandés sin la voz adecuada no es un Holandés. Desde el famoso "racconto" de entrada, "Die Frist ist um", el bajo-barítono coreano Samuel Youn deja claros los déficits de cuerpo vocal, timbre y poder que frustran su incorporación de un fetiche autobiográfico en el catálogo de Wagner. Sin merma de una depurada cultura del canto, la versión no alcanza los estándares del rol nuclear ni la profundidad dramática y psicológica de un conflicto simbólico de redención por amor. Tampoco ayuda la creación escénica de Jan Philipp Gloger, recibida con un breve abucheo rápidamente ahogado por los aplausos tributados a otros intérpretes y a los dos pilares de todas las funciones del festival: la orquesta y el coro.

El maestro alemán Axel Kober mueve desde el "foso místico" los hilos cruzados y complejos de la partitura que abre el "canon de Bayreuth", o etapa de plena madurez de Wagner, por la simbiosis de su definitivo lenguaje con influencias asimiladas en creaciones de juventud, presentes en residuos mundanos de la música teatral de la época y en un resistente italianismo. Pero la dramaturgia "actualizadora" banaliza la obra en lugar de transformarla. El marco visual no es un pequeño puerto noruego, sino una moderna fábrica de ventiladores poblada de obreros y empaquetadoras. A manera de asunto, se nos propone el de un inversor interesado en comprar el negocio, incluyendo en el trato a la hija del dueño. El argumento de convicción no es un cofre de valiosas joyas, sino un "troley" lleno de billetes. Al hacerla creíble en los términos realistas del mundo de hoy, pierde la historia sus contenidos metafísicos, la trágica historia del protagonista y su desesperación por no encontrar en el amor y la entrega de una mujer la absolución de la falta que le condena a una vida errabunda a través de los siglos. El heroísmo de Senta también resulta frivolizado, y es incoherente en buena medida.

La muy vitalista ejecución musical de Kober se mueve con autoridad y vigor entre los elementos míticos y realistas de la partitura. La orquesta del Festival, formada por dos centenares de instrumentistas procedentes de muy numerosas y grandes orquestas alemanas (turnándose según la obra), es un valor tan seguro que redime en parte las flaquezas escenográficas. Escuchar la pieza en vivo con este nivel posiblemente sea uno de los atractivos que hacen de Bayreuth un fenómeno único. Convenza o no la lectura argumental, los decorados de Christoph Hetzer son imaginativos y aprovechan a fondo la tecnología escénica del teatro en movimientos y transiciones, especialmente eficaces para una obra en tres actos que se representa sin pausas. Pero lo más excepcional es el coro dirigido por Eberhard Friedrich, ovacionado en puro griterío por su riqueza en número de voces (unas 140), la extensión tesitural y su compacidad y entonación infalibles, sobrepuestas a los problemas de un movimiento dinámico y vivo que con frecuencia pierde la visión de la batuta.

La soprano Ricarda Merbeth, antigua becaria del festival, es hoy una de sus estrellas. Generosa y brillante en la interpretación de Senta, está acompañada por el rotundo Daland de otro coreano, Kwangchul Youn, habitual y aplaudido en numerosas ediciones anteriores, y sobre todo, el Erik del tenor croata Tomislav Muzek, lírico poderoso y valiente que se lleva al publico de calle. Buenas voces, pero insuficientes para compensar la ausencia de un verdadero protagonista.

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