Emilio Lledó desanduvo ayer más de medio siglo al traspasar las puertas del Instituto Aramo de Oviedo. El encuentro con bachilleres lo retrotrajo a su tiempo de profesor en Valladolid en los años sesenta, algo que lo hizo sentirse "feliz y emocionado". En contra de la tendencia de los tiempos, el filósofo instó a los alumnos a leer porque "somos seres de palabra".

Recibido con aplausos y algún "bravo" impostado en un salón de actos repleto de alumnos -con el consejero de Educación, Genaro Alonso, en primera fila- el filósofo, que hoy recogerá el premio "Princesa de Asturias" de Comunicación y Humanidades, escuchó desgranar, una vez más en estos días, su extenso currículo. El profesor de Filosofía Manuel García Nieto le pidió "comprensión con un auditorio que le gusta aprender". Y el autor de "El silencio de la escritura", "defensor radical de la memoria histórica", se sumergió emocionado en su propia memoria con el apoyo de una foto. En ella aparece un Lledó "jovenzuelo de 32 años" retratado con sus alumnas del Instituto Zorrilla, de Valladolid, durante un viaje de fin de curso a León. Valladolid fue para él y para su mujer el primer destino académico a su regreso de Alemania. "Cambiar las orillas del Neckar por las del Pisuerga fue duro" al principio, aunque pronto se transformó en "una época maravillosa en la que aprendí más de lo que enseñé". Un tiempo de amigos como Miguel Delibes al que puso fin el traslado del filósofo a La Laguna, en Tenerife, convertido, tras una de las seis oposiciones de su vida, en catedrático de Universidad.

Tras el relato vital, Lledó buscó un acercamiento de los alumnos a su disciplina combatiendo la idea de la filosofía como abstracción y defendiendo su proximidad al mundo: "Parece que está fuera de la realidad, pero se encuentra incrustada en la realidad misma". Como si Gustavo Bueno se hubiera encarnado en un adolescente, un alumno le preguntaría más tarde por "el papel de la filosofía en el conjunto del saber". Para Lledó, "la filosofía es el centro del saber" -algo que no suscribiría su colega riojano- de ahí "la monstruosidad de quitar la Historia de la Filosofía" de los planes de estudio de Bachillerato, "una ceguera terrible a la que nos tenemos que oponer".

En un centro que no hace mucho, durante la celebración de sus cincuenta años, adornaba su fachada con la sentencia kantiana de que "El ser humano es lo que la educación hace de él", la defensa cerrada de Lledó de la enseñanza pública encontró terreno fértil. El filósofo ejemplificó con el país de referencia que tan bien conoce, "aunque es posible que lo mitifique algo": "En Alemania más del 90 por ciento de la enseñanza es pública, apenas hay colegios privados porque no pueden competir en calidad".

A preguntas de una alumna, identificó como uno de los males de la educación española su concepción de la mente de los alumnos "como algo compartimentado", lo que provoca el dominio total de lo "asignaturesco". Lledó es un gran productor de lenguaje que, por su condición de académico, puede acabar fraguando en el Diccionario. En un momento de su continuo recrearse en términos griegos, para extrañeza de tan jóvenes oídos, sugirió la necesidad de " recobrar las lenguas clásicas para la enseñanza".

Hubo mensajes para los docentes ("La misión del profesor es amar lo que enseña"), pero dominaron las recomendaciones a los alumnos por parte de quien a edad temprana descubrió que "lo importante era construir el propio ser". Tranquilizó a los bachilleres sobre su futuro porque "uno se gana la vida", siempre habrá manera de salir adelante sin caer en la patología de la codicia, que "es miedo a la existencia".

"Hay que leer, somos seres de palabra", instó a los jóvenes absortos en una tecnología que entraña el peligro de que "no entendamos la lectura y que acabemos siendo sólo chispazos digitales". "Leer es hacer que fluya la palabra", afirmó antes de exaltar "la maravilla del libro", que permite "conservar lo que pensaban otros en el pasado, uno de los grandes prodigios de la cultura".