A Fernando Fernán Gómez, que dirigió en 1986 "El viaje a ninguna parte", le gustaba la palabra y la reivindicaba con aquella su probada capacidad de persuasión. Y con ese vocablo titulaba a todos aquellos que se dedican, desde la modestia del tabladillo o el primer plano de una superproducción de Hollywood, al viejo oficio de hacer de otros. Así que José Sacristán, premio "Nacho Martínez" del Festival Internacional de Cine de Gijón (FICX), protagonista de aquel filme en el que se contaba la historia de una compañía de actores por los desolados caminos de España, se autorretrata como un cómico, un heredero de aquellos mismos cómicos de la legua: "Es la razón de mi vida; mi trabajo y mi vida van de la mano".

Sólo veinticuatro horas después de recibir el homenaje del festival y el cariño del público asturiano, que le aplaudió muy cariñosamente la noche del viernes al recoger su galardón en el teatro Jovellanos, Sacristán habló ayer de un oficio con el que sigue cautivado -en un escenario o delante de las cámaras- desde hace casi seis décadas. A sus 78 años (nació en el madrileño Chinchón en 1937) es uno de los iconos del cine y el teatro españoles. "Me gustaría saber el por qué aquel niño que fui yo decidió ser actor; recuerdo que mi primo Venancio me llevó a delantera de gallinero y quedé fascinado, como los pastorcillos de Fátima, con lo que veía", contó ayer, después de mirarse a sí mismo en la larga posguerra, en una "Castilla campesina y casi medieval".

Para Sacristán, premio "Goya" por "El muerto y ser feliz" y "Concha de Plata" en San Sebastián, la interpretación nace de una "necesidad de la multiplicidad". Y, además, es casi una "lucha contra la muerte". "Como decía mi amigo (Marcello) Mastroianni, "es un juego del que hay que conocer las reglas". Está convencido de que las cosas del cine han cambiado en los últimos años -también en España-, pero que, en el fondo, todo consiste en "contar una historia". "Se nota que ahora hay mucha más cultura de la imagen, aunque notas que los cineastas vienen de otros cineastas y que se está perdiendo el apartado artesanal", señaló.

Sacristán ha participado en más de ochenta películas. Y hasta los críticos de mayor colmillo no tienen inconveniente en admitir que lo ha hecho casi siempre bien, incluso en aquellas incursiones cinematográficas de los años sesenta y setenta con las que se ganaba el pan. "Es más difícil hacer bien comedia, encarnar a un estúpido que a Hamlet; lo más difícil de todo es que resulte creíble una historia absolutamente estúpida", dijo. Hay, según explico, actores únicos que nacen con registros determinados que encandilan al público, de Charlot a Lina Morgan, pasando por Paco Martínez Soria. Los directores jóvenes le siguen llamando. Con Carlos Vermut ha hecho "Magical Girl" y con David Trueba "Madrid, 1987", por poner un par de ejemplos: "Tengo esa suerte".

¿Su método? "La clave es el trabajo; las buenas historias vienen dadas por gente con la que merece la pena trabajar y todo depende de la calidad del personaje que interpretas: cuando tiene entidad te ocupa y cuando no salen fórmulas de manual", explicó. Calificó al actor argentino Ricardo Darín como un "prodigio" a la hora de bordar actuaciones. Y se autodefinió como una mixtura, "mitad Stanislawski, mitad La Niña de los Peines". "Soy una tonadillera frustrada, me hubiera gustado ser Juanita Reina", dijo el tipo que fue "Un hombre llamado Flor de Otoño".

Su voz ha ido cambiando de tesitura, se le ha adensado: "La verdad es que yo era un tenor ligero, pero los años y el tabaco me han convertido en casi un barítono; procuro cuidar la voz y puedo impostarla por una capacidad natural". Parece que no le tienta, a diferencia de otros actores, ponerse detrás de la cámara. "Ser películero en España es como ser torero en Islandia; aquí no hay productores, sino recolectores de ayudas". ¿Y qué opina de taquillazos como "Ocho apellidos vascos" y la secuela "Ocho apellidos catalanes": "Siempre se han dado fenómenos así, lo celebro". Y más: "Las identidades (nacionales) me tienen hasta la gorra".