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Comidas y bebidas

Sin dudarlo, una casa portuguesa

La chef portuguesa Celia Pinto.

Si no fuera porque decirlo no significa gran cosa, se podría sostener con rotundidad que Celia Pinto, en la calle Javier Grossi, de Oviedo, es el mejor restaurante portugués de Asturias. Digo que no significa apenas nada porque en Asturias no hay otros restaurantes portugueses, al menos que yo sepa. Si los hubiera, Celia Pinto sería un buen restaurante portugués, es decir lo sería en cualquier lado, aquí y en el mismísimo Portugal. Con certeza. Cuenta, además, con uno de los jefes de sala más convincentes que existen a la hora de explicar los platos de la carta: el gijonés Álvaro Suárez. Lo hace con tanta fe y conocimiento del género, la comida y los vinos, que bien podría apellidarse Soares.

Que Celia Pinto, nombre de la jefa de cocina, amarantina de origen, es un buen restaurante portugués se da cuenta uno desde el primer momento en que aterrizan en la mesa los bolinhos de bacalhau, las pataniscas, o cualquier otro de los entrantes. Como no podría ser de otra manera es el bacalao el que manda en la carta. Preparado de unas cuantas maneras que van mudando. Todas ellas acertadas con un guiño en la cocción, más leve de lo habitual, a la clientela española. El arroz de tamboril (pixín) es una buena elección, pero también hay un bife à Marrare, esa fórmula tan francesa que adoran los portugueses para el solomillo de ternera, o la típica francesinha, el sandwich bomba calórica portuense. La torrija, de campeonato. La garrafeira está bien surtida, incluso cuando se trata del vinho verde familiar. Los precios imbatibles. Siempre vuelvo.

Pinchos. La última edición del concurso de pinchos de Asturias se cerró con un éxito de participación y la voluntad expresada, al menos en parte, de empezar a corregir los excesos y la "gastropresunción", tan de moda. Pero posiblemente se trate de un espejismo, vivimos en un mundo donde el postureo ha suplantado a la autenticidad en todos los ámbitos, y la cocina no tiene por qué ser una excepción.

Es verdad que la propia idea de cualquier concurso incita al exhibicionismo, en el caso de los pinchos y las tapas a desnaturalizar lo que siempre han representado: un bocado rápido y sin complicaciones para comer en la barra de un bar. La gloria efímera convierte la simplicidad en un amago mal calculado de alta minicocina, como podría decir cualquier cursi. Existe, aunque no siempre, una propensión a incorporar a una simple tapa todos los ingredientes imaginables, sin sentido ni medida. Farfolla.

Los concursos de este género que se celebran en Asturias deberían sobreponerse de ahora en adelante a la moda del trampantojo y seguir un camino distinto inspirado en el pincho que casi todos quieren comer y casi nadie se atreve a confesar en público. El sabor y la originalidad no tienen por qué ser sinónimo de aparatosidad. Sin necesidad de complicarse la vida, en esta región existen minicocineros que saben cocinar, sólo hace falta aplicar criterios más razonables en una tapa. Sentido común.

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